Del bien y del mal absolutos que vienen de Europa

Acaban de publicarse los resultados de una encuesta en el Reino Unido: alcanza casi la mitad de la población el número de quienes desean abandonar la Unión Europea. Dentro de lo que cabe, se explica, también históricamente, por el exceso de insularismo y el exiguo entusiasmo europeísta. Pero más grave resulta que un tema que debería ser "cuestión de Estado", constituya moneda de cambio en la batalla política británica, con un David Cameron cada vez más amenazado, también por el partido secesionista que aprovecha la crisis para ganar posiciones.

Algo semejante sucede en Alemania, donde crecen las voces contra el euro, un gran símbolo de la Unión Europea. Da la impresión de que los germanos se cansan de ser locomotora de la economía común, sin perjuicio de velar, y mucho, por sus propios intereses. Pero esta tarea, antes motivo de orgullo ‑y de admiración ajena‑, comienza a ser criticada paradójicamente por personas de la izquierda que, si fuesen coherentes, realzarían la solidaridad y no los egoísmos.

De otra parte, en el sur de Europa se está difundiendo un extraño maniqueísmo, que traslada sus propios errores a la supuesta responsabilidad de la política impuesta por Angela Merkel. Las continuas manifestaciones contra la austeridad, para frenar un gasto público insostenible, reflejan una indignación que uno no sabe si calificar de cínica o de hipócrita.

Durante muchos años, en España se reconocía que buena parte del gran despegue económico fue posible gracias a la generosidad europea después de 1985. Sin esa ayuda, probablemente no se habría construido la impresionantes red de infraestructuras de que disfrutamos, de tanta importancia también para el turismo (aunque urge resolver hoy problemas serios de falta de mantenimiento).

No parece lógico abonar tesis antieuropeas, aunque se disfracen de mera oposición a Merkel o a Alemania. Tampoco resulta justo, desde un mínimo sentido histórico. Si Bruselas ha contribuido tanto al bienestar, tiene derecho a juzgar y criticar posibles despilfarraros, y a orientar soluciones que beneficien a los Estados, y al conjunto de la Unión.

Todo esto sucede en un momento de serio quebranto del prestigio de los dirigentes políticos. Más grave que el económico, es el déficit de liderazgo. Basta pensar en el desconcierto de Italia o Francia y, muy en concreto, de François Hollande: mientras en su país se consolida la recesión, se aplauden sus decisiones "históricas" en materia de sociedad y cultura. Ciertamente, se puede suprimir el término "raza" en la legislación francesa, pero algún nombre habrá que dar a las evidentes diferencias étnicas que se descubren en cuanto se pisa la calle de las ciudades europeas. Se puede abrir el matrimonio a la infecundidad, pero seguramente crecerá la homofobia, también porque se atisba un disgusto creciente contra la heterofobia, como si la cultura pudiera desconocer rasgos naturales que los científicos describen incluso desde el momento mismo del nacimiento.

El lenguaje altisonante y vacío de los dirigentes políticos no se compensa con la mera crítica de la "indignación", que tampoco ofrece principios sólidos. Desde luego, nada beneficia a la sociedad ese maniqueísmo respecto del mal que viene de Europa, y de una Alemania desconcertada y tal vez cansada. Allan Bloom describió en su día la crisis universitaria de Estados Unidos, derivada en gran parte de la pérdida de autocrítica: todo estaba permitido, excepto el único mal del siglo XX: Hitler. No hay ética ni estética en manifestaciones injustas que lo asocian hoy con Angela Merkel.

Hace falta más coraje moral y cívico para superar el nihilismo de la postmodernidad, y la insignificancia de los nacionalismos, demasiado presentes en una partitocracia que puede arrumbar los avances democráticos. No veo que por ahí aparezcan soluciones para la crisis del Estado moderno. Más bien vendrán de la renuncia de parte de la soberanía a favor de entidades globales como la Unión Europea.

 
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