La complejidad del racismo fuera y dentro de nuestras fronteras

            Los aún cercanos disturbios sucedidos en Ferguson, Missouri, tras la muerte de un joven negro de 18 años, invitan a seguir pensando en el problema del racismo, también dentro de nuestras fronteras. No es posible dejar de lado la creciente multiculturalidad reflejada en las calles españolas. No es sólo por razón del turismo, como tiempo atrás. Sino como consecuencia del crecimiento de la inmigración. Desde luego, sin omitir la presencia de los desmanes entre forofos radicales de grandes equipos de fútbol.

            En el caso de Estados Unidos, el problema racial no puede separarse de los excesos policiales. Éstos se producen en todos los países del mundo, como se ha comprobado recientemente en Cataluña o en las Baleares. Pero los agentes americanos causan la muerte de un promedio de 400 personas por año (a menudo en defensa propia), una cifra impensable para las policías europeas. Además, se produce una concentración de víctimas entre ciudadanos de origen africano.

            La policía americana tiende a detener preventivamente a los infractores, aun en temas de menor cuantía, en función de las estadísticas de la criminalidad. No aplican un criterio personal, sino colectivo, que indica zonas y culturas más proclives a la delincuencia, en intento de sofocar sus raíces. La consecuencia es el incremento de los controles sobre la juventud de las minorías raciales.

            Los agentes suelen detener a afroamericanos por delitos no violentos de menor importancia  como la posesión de drogas, mientras hacen la vista gorda ante blancos responsables de conductas semejantes. Como si, remedando la vieja tesis que presentaba el derecho penal como “el derecho de los pobres”, en América fuese “el derecho de los negros”: basta pensar en el número de hombres de color en las cárceles ordinarias o en los corredores de la muerte.

            Pero mucho cambió en la segunda mitad del siglo XX, desde los estallidos de violencia en Harlem en 1964. Ante los incidentes de Ferguson, se ha recordado que el equivalente a jefe de tráfico de Missouri es un negro. Como el fiscal general del Estado, que interrumpió sus vacaciones para poner en marcha una investigación oficial, con tercera autopsia incluida. O el propio presidente de la Unión.

            Sin embargo, la crisis económica ‑especialmente el abuso de las subprimes‑ ha afectado en demasía al crecimiento paulatino de una clase media de color, además de su presencia en altos niveles económicos y culturales. Por paradoja, esta situación ha contribuido a aumentar la desesperanza entre los que más desposeídos. El problema no es tanto racista, como social, semejante al que provoca disturbios periódicamente en ciudades europeas. Pues han ido surgiendo auténticos guetos, con servicios sociales y escuelas deficientes (a pesar de los medios extraordinarios dispuestos oficialmente para reforzar ese tipo de barriadas).

            La desigualdad ha aumentado en los Estados Unidos, según un estudio publicado hace unos días por la Reserva Federal (Fed). Como se recordará, era una de las grandes preocupaciones de Janet Yellen, en noviembre de 2013, durante su comparecencia en el Senado, cuando estaba a punto de ser nombrada al frente de la Fed. Entre 2010 y 1013, las rentas del 10% más rico aumentaron un 10%, mientras que disminuían las del 40% de los menos pudientes. La renta media, que divide a la población en dos partes iguales, cayó un 5%. Y en el extremo más bajo de la escala, el 90% con menos recursos vio disminuir su cuota hasta el 24,7%, desde el 33,2% en 1989.

            Las desigualdades son más llamativas según el origen de las familias: la renta media de ciudadanos blancos, propietarios, con título universitario, aumentó entre 2010 y 2013, mientras que la de negros, hispanos, inquilinos y no graduados, disminuyó en el mismo período. La media de negros e hispanos cayó un 9%, frente al 1% para los blancos.

            Ese es el contexto del aumento de la población carcelaria, que llega actualmente a más de 2,2 millones de personas, el 45% de color. Las prácticas policiales tienen efectos desoladores en las barriadas negras, donde son mayoría los niños sin padre ni ambiente propicio a la inserción social. Se estima que la mitad de los adolescentes sin diploma académico no evitará la prisión en su vida adulta. De hecho, según datos de 2007, alrededor de un tercio de todos los varones negros de entre 20 y 30 años estaban recluidos o en libertad condicional. La cárcel ‑se ha escrito‑ es “una experiencia estructurante de la vida de generaciones enteras de varones estadounidenses negros”.

 

            No son fáciles las soluciones. Pero, desde luego, no surgirán desde las simplificaciones al uso. La complejidad social de la sociedad moderna se refleja también en las relaciones interraciales.

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