Por una convención internacional sobre derechos de la mujer contra el alquiler del cuerpo materno

Como la pareja de Australia que rechazó a un hijo concebido a través de un contrato con una mujer de Tailandia, porque nació con síndrome de Down. Pero, como cuestión esencial de derechos humanos, sufre las consecuencias de la crisis del universalismo. Tiene una peculiar aplicación a los contenidos relacionados con la mujer y la llamada salud reproductiva, como se vio hace más de dos décadas en los congresos internacionales promovidos por la ONU en El Cairo y Pekín, en torno a la población y a la mujer.

Los enfoques son suficientemente variados como para que se produzcan insólitas convergencias y divergencias. Alguna decisión reciente de Donald Trump evoca el movimiento de protesta en algunos países del Tercer Mundo contra la imposición de criterios occidentales –ajenos a sus tradiciones- en materia de natalidad y población. Al contrario, en tantas naciones de Oriente parece como si la vida humana valiera menos, ante la pena de muerte o la propia maternidad.

De modo semejante, se atisba la imposibilidad de unanimidades en torno a los derechos de la mujer. Incluso, en la órbita musulmana enraizada ya en naciones occidentales, coexiste el escándalo ante el que consideran libertinaje de las féminas nativas, con la pervivencia de situaciones jurídicas que suponen la negación de la dignidad humana femenina. Ese contraste se sintetiza de algún modo en el movimiento feminista surgido hace años en Francia con el radical nombre de “Ni putes ni soumises”.

La defensa amplísima de libertades no siempre reconocidas hasta ahora en el ordenamiento jurídico, no incluye para esa asociación el fenómeno más reciente de la maternidad subrogada, nombre técnico que encubre una nueva explotación del cuerpo, más grave quizá que la prostitución o la llamada antes trata de blancas: el alquiler del vientre, para gestar un hijo para otra persona, que no puede alumbrarlo (con frecuencia, por razones sexuales, como resulta de los casos notorios que se han judicializado en países próximos y han dado lugar, incluso, a sentencias del tribunal europeo de derechos humanos con sede en Estrasburgo).

Lo he recordado al leer la entrevista que hace la revista Famille Chistianne a Jean Luc Mélenchon, dentro de una serie de conversaciones con los candidatos a la elección presidencial del próximo abril. Mélenchon representa al ala radical de la izquierda. Sus respuestas son ponderadas, también porque reconoce que sus orígenes católicos le llevan a entender las razones de los creyentes, aunque no las comparta. Por ejemplo, a propósito del suicidio asistido: “vosotros creéis que la vida es un don de Dios, vuestro punto de vista es coherente. El mío es el de la primacía de la responsabilidad individual integral desde el comienzo hasta el fin de la vida”.

No desautoriza de un plumazo, con estereotipos, fenómenos como la Manif por tous. Considera que expresa convicciones enraizadas en el pueblo, e invita a manejar las grandes cuestiones bioéticas con prudencia: por ejemplo, el uso del término matrimonio para las parejas homosexuales se presta a confusión, porque es el nombre de uno de los sacramentos de la Iglesia, muy distinto al pacto constituyente de un estado civil. El candidato se muestra favorable también a la reproducción asistida y a la adopción en favor de homosexuales. Pero se opone “absoluta y radicalmente a la gestación para otro”, porque es “la puerta abierta a un nuevo comercio del cuerpo de las mujeres”.

También François Hollande se comprometió en febrero de 2013 contra esa “práctica social alienante”, conocida con las siglas GPA. Se lo recordó un año después una carta abierta al ya Presidente, firmada por Jacques Delors, Lionel Jospin, mujeres como Marie-George Buffet, ex-secretaria nacional del PCF, o la psiquiatra Catherine Dolto, y diversas feministas, incluidas las de “Ni putes ni sumisses”. Insistían en el respeto de la persona, tanto de la mujer portadora, como la del hijo encargado por una o dos personas: “los seres humanos no son cosas”.

No muy distinta fue la inspiración del manifiesto publicado el 23 de marzo de 2015 por varias asociaciones feministas europeas y americanas a favor de un convenio internacional para la abolición de GPA, por considerarlo un atentado a los derechos humanos fundamentales. Proponía la redacción, en el marco de la ONU, de un texto inspirado en el modelo de la abolición de la esclavitud.

La propuesta de abolición del baby business como violación de derechos humanos se reiteró en febrero del año pasado en el parlamento francés, promovida por asociaciones de izquierda, impulsadas por Laurence Dumont, PS, vice-presidente de la Asamblea. Participó el hoy candidato socialista a la presidencia, Benoît Hamon y la filósofa Sylviane Agacinski, que ha publicado mucho sobre estas cuestiones. Para la conocida pensadora, ese mercadeo con el cuerpo humano se opone a los principios fundamentales de los derechos humanos, porque una persona no es una cosa o un animal, y no puede ser vendido ni comprado: ni los órganos, ni los derechos de filiación: “Si Francia renuncia a ese principio fundamental –proclamó-, renuncia a ser la patria de los derechos humanos”.

 

La Declaración universal de los derechos humanos salió adelante en 1948 superando diferencias ideológicas y culturales. Como resumiría después Jacques Maritain, “estamos de acuerdo sobre esos derechos con tal de que no se nos pida fundamentarlos”. Un proceso semejante parece necesario hoy, para superar el individualismo –que debilita a partidos y gobiernos- y las presiones de lobbys activos y poderosos.

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