La crisis de la civilización americana parece cada día más profunda

Una agente de la Agencia Antidroga de Estados Unidos (DEA)
Una agente de la Agencia Antidroga de Estados Unidos (DEA)

    Me refería la semana pasada a algunas sentencias recientes del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre temas que, a mi entender, afectan a la identidad histórica de aquel gran país. Las reacciones tan distintas a esas decisiones vienen a confirmar que la crisis afecta a las raíces, si se puede hablar así, del alma americana.

    Una parte importante de la cultura democrática es el respeto de las minorías, la aceptación de la disidencia, la normalidad del conflicto..., que se supera justamente aplicando los procedimientos establecidos. Cuando se repite tanto la palabra guerra, aunque sea con el adjetivo cultural, es porque la división es tan honda que resulta imposible lograr una paz duradera, aunque los contendientes no apelen a la violencia física.

    Quizá son demasiados los miedos de la sociedad americana –en gran medida, paradigma de occidente-, que están en el trasfondo de tantas cuestiones colectivas abiertas. La pandemia del coronavirus ha mostrado hasta qué extremos los ciudadanos estaban dispuestos a renunciar a libertades básicas para ganar en seguridad. En cambio, desde otro punto de vista, se aferran a la posesión de armas de fuego, como medio para defenderse de la que consideran inseguridad creciente.

    La dejación de libertades comporta en la práctica un crecimiento del intervencionismo público, así como el progresivo aumento de atenuantes legales en nombre de la eficacia de las fuerzas del orden. Ambas tendencias confluyen en el incremento de la corrupción –impropia a priori de la ética anglosajona, frente a la latina- y de los abusos policiales, que acentúan las clásicas tensiones racistas.

    Esas tendencias se proyectan de un modo claro ante el fenómeno de la drogadicción. Se ha escrito que, después de cincuenta años, la mítica DEA sigue perdiendo la guerra contra la droga. El presidente Nixon la declaró hacia 1971 "el enemigo público número uno de Estados Unidos", y prometió "librar una nueva ofensiva total". 

    En 1973 se creó la DEA con el fin de reunir en un solo organismo los esfuerzos públicos en este campo. Pero sus comienzos no fueron brillantes, con la doble sombra de corrupción e incompetencia, agravada por leyes sucesivas que, en nombre de la eficacia, reducían derechos cívicos y controles jurídicos, y concedían carta blanca a la agencia, como muestra el abundante número de detenciones e incautaciones. El presupuesto anual de la agencia ha crecido desde los 75 millones de dólares iniciales a los a los 3.2 mil actuales, con oficinas en el extranjero. Sin embargo, en 2021, se contabilizaron más de 107.600 muertes relacionadas con estupefacientes, un máximo histórico. La mitad de los más de dos millones de reclusos en las cárceles están relacionados con el narcotráfico. Los esfuerzos de la DEA en la crisis de los opiáceos se están saldando con un aumento a ritmo acelerado de las muertes por sobredosis de fármacos aprobados o introducidos ilegalmente desde México.

    Da la impresión, por otra parte, de que la inseguridad económica y social ha crecido con la política del partido demócrata en el poder, a pesar de los datos cuantitativos positivos en materia de empleo. Las manifestaciones de la dimisión laboral, más frecuentes entre la gente joven, muestras también las quiebras de la ética social, sin necesidad de acudir a viejas tesis weberianas.

    La inseguridad cultural queda cada día más patente en las batallas que se libran en los campus universitarios –no sólo en la Florida de Ron DeSantis-, que exacerban la defensa de las múltiples sensibilidades personales, en detrimento de la libertad de expresión y de la actitud intelectual abierta en la investigación y la docencia. No es preciso insistir en la lucha por imponer, también jurídica, teorías que deberían ser objeto de discusión académica, como las relativas a la raza o a la condición sexual de la persona. A los planteamientos más profundos de la vida universitaria, se suma la creciente desconfianza de infinidad de asociaciones de padres de familia ante las juntas escolares que gobiernan la escuela pública y, sobre todo, ante los poderosos sindicatos de la enseñanza, grandes valedores del partido demócrata.

    En los medios de comunicación abundan, en fin, las referencias a la secularización, que alcanzaría también a la órbita estadounidense. En Alexis de Tocqueville, quien describió agudamente en el siglo XIX el  sentido religioso y la cohesión familiar, como grandes pilares de la democracia en América, se podrían tal vez encontrar caminos para superar la crisis.  

 
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