La crisis del pensamiento único en los grandes partidos clásicos

Quizá, de no haber sido por Ferraz –sufrí el cierre policial de la calle al tráfico, camino de la autopista de A Coruña, sin un mínimo aviso preliminar para elegir alternativa, típico del sistema-, estaríamos asistiendo a combates semejantes dentro del PP, a pesar del miedo a moverse para seguir saliendo en la foto: el rechazo a su líder empujaba con fuerza a las puertas de Génova.

No voy a entrar en muchos detalles concretos, aunque subrayaré la referencia en sordina a favor de la gran coalición entre PP y PSOE, una fórmula aplicada con cierta eficacia en Alemania entre CDU y SPD, bajo la batuta de Angela Merkel. En el caso español, reflejaría la realidad de que no hay un combate ideológico, como en otros tiempos, sino pura cuestión de espacios de poder.

La reelección de Jeremy Corbyn para dirigir el partido laborista, y las últimas decisiones de la premier británica, Theresa May, confirmarían una hipótesis que se abre paso hace tiempo: se estrechan hasta límites insospechados las diferencias entre los partidos clásicos. Al menos desde la difusión de la filosofía de Hegel, se ha impuesto la tendencia a valorar la historia de modo dialéctico. Han variado los elementos esenciales del debate. Las últimas versiones apuntan a la lucha entre defensores del sistema y antisistemas populistas de distinta orientación. Aunque, si alguno llega al poder, como es el caso del griego Alexis Tsipras –y lo anuncia ya por estos pagos el líder de Podemos-, el populismo cede ante las exigencias del gobierno.

Existiría una aproximación táctica, fruto del apagón ideológico, que desmoraliza al ciudadano y provoca el incremento de la abstención, como se comprueba en consultas electorales recientes en diversos lugares de Europa. Crece una sensación de conformismo y resignación, que lleva al desinterés por la cosa pública y al refugio en el individualismo –por otra parte, agudizado en los partidos, de cualquier signo histórico.

Pienso en la evolución de Francia, que se encamina ya hacia las elecciones presidenciales de 2017. Hace cinco años la gente estaba harta de Nicolas Sarkozy y, al modo popperiano, lo apeó de la presidencia. Pero François Hollande tiene ahora una cota de popularidad inferior a la del primero en sus peores momentos. Al cabo, esos cambios tranquilos son luego continuidad, excepto en cuestiones de ética social y pública. Algo semejante está sucediendo en la Italia de Matteo Renzi, tras la hecatombe de Silvio Berlusconi.

En el ámbito económico, salvo decisiones radicales a lo Brexit, se imponen las directrices de Bruselas, con sus exigencias de reducción del déficit y, por tanto, de recortes en el gasto público: no parece realista aumentar los ingresos en tiempos más cercanos a la recesión que al crecimiento. Hollande no rectifica a Sarkozy: amplía. Como Rajoy a Zapatero. Salvo quien sabe nadar en la ambigüedad, como Renzi.

En el plano de la administración de justicia, se suceden reformas legales, pero sin entrar a fondo en los problemas, ni escuchar y aplicar las decisiones del Consejo de Europa en Estrasburgo. Crece la lentitud de la justicia, aumentan las tasas judiciales, no se resuelve la independencia del órgano de gobierno judicial o de los fiscales. La justicia en España ha empeorado con los exiguos y fragmentarios pactos políticos. El PP no ha cambiado –salvo a peor- las reformas introducidas por el PSOE. Hollande ha tenido varios ministr@s de justicia... Y el Consejo italiano de la Magistratura campa por sus fueros.

Algo semejante sucede con viejos o nuevos derechos humanos. La Francia socialista pasará a la historia por haber arrumbado el concepto de matrimonio establecido en el famoso Código civil de Napoleón. Pero, si llega al poder Sarkozy –o el candidato elegido en las actuales primarias-, no lo cambiará. Como el PP respecto del PSOE. Al cabo, la ley regional más radical en España sobre igualdad de género lleva la firma de una dirigente del PP. Angela Merkel, con el SPD, está siendo más seria.

No parece que los movimientos emergentes en Europa vayan a reorientar la política real. ¿Quién se acuerda ya de Nuit debout, que parecía comerse el mundo en mayo de este año? Y la debacle de la alcaldesa de Roma no fortalece precisamente a los grillini. Más allá del rechazo o de la indignación, el fracaso refleja el vacío de propuestas sólidas, y no sólo el personalismo de los protagonistas.

 

No soy pesimista, pero sigo teniendo miedo a nuevos totalitarismos, aunque se desgasten pronto en el poder, salvo excepciones chavistas. Se impondría un pensamiento único menos respetuoso de las libertades clásicas, y poco favorecedor de la recuperación económica y social, a pesar de la amplitud retórica de sus promesas.

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