Derecho de veto en la ONU: poner el cascabel al gato

Derecho de veto en la ONU: poner el cascabel al gato
Derecho de veto en la ONU: poner el cascabel al gato

    Desde hace años, el fenómeno de la globalización se ve acompañado de un rebrotar defensivo de las identidades nacionales. La concatenación de conflictos regionales y acontecimientos catastróficos, hace cada vez más necesario revisar el concepto vigente de soberanía, que apenas ha evolucionado desde Bodino. Entre otras muchas razones, porque hay problemas –como los del cambio climático y la contaminación ambiental- que no se encierran dentro de las fronteras de un Estado. Tantas cuestiones humanitarias, económicas, sociales, políticas, ecológicas, sólo encontrarán solución desde instancias superiores al Estado. Es preciso encontrar enfoques coherentes y globales para continuar avanzando en la orientación del mundo contemporáneo. Siempre desde la coparticipación y la democracia, lejos de un tecnocrático y autoritario Big Brother.

    En cierta medida, hacen más urgente esa necesidad dos hechos tan diversos como las amenazas de Donald Trump a los Estados miembros de la OTAN incapaces de acoplar su presupuesto a las necesidades militares, o la muy sospechosa muerte en el Ártico del disidente ruso Alexei Navalny. Coincide con la negativa de los representantes republicanos en Washington a aprobar nuevas ayudas económicas a Kiev, indispensables para compensar la falta de medios ante la potencia rusa, apoyada por Irán o Corea del norte.

    Entretanto la ONU se aparta de la razón de su nacimiento –contribuir a la paz del mundo- y se convierte en un magno grupo de presión ideológico, defensor de causas minoritarias que se abren paso en occidente, pero no en el resto del mundo. Ni siquiera aporta en realidad medios económicos como algunas grandes fundaciones y ONG del mundo desarrollado.

    Tras los comprensibles avatares de la guerra fría, la ONU no levanta cabeza desde la guerra de los Balcanes, a pesar de los evidentes esfuerzos de Kofi Annan, secretario general. Comenzó quizá entonces la cuesta abajo del multilateralismo, tan negativa para la paz del mundo. Sólo el papa Juan Pablo II siguió apostando fuerte por la ONU, en su anhelo de conseguir el cese de los bombardeos y de las violaciones de los derechos humanos; el pontífice –como luego en el caso de Iraq- deseaba vivamente que el ruido de las armas no acallase la voz del derecho y de las instituciones, indispensables para construir la paz: una voz en el desierto como, en cierto modo, la continua llamada hoy del papa Francisco al diálogo, manifestada solemnemente en Fratelli Tutti, y recordada a diario desde hace años.

    La coyuntura no es propicia para reformar la Carta de la ONU y, muy en concreto, derogar el derecho de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Pero es mucho más necesario que abandonar la indispensable unanimidad en tantas decisiones de la Unión Europea: retrasa el progreso comunitario, aunque acabe consiguiéndose a base de duras negociaciones, como las recientes con Hungría para asegurar la continuidad del apoyo a Ucrania.

    Con la actual Carta, es imposible que la ONU pueda tomar medidas contra el criterio de uno de sus miembros con derecho a veto, cuando se violan fronteras reconocidas por el derecho internacional o derechos humanos inalienables. Ciertamente, es más grave si comete las violaciones uno de esos cinco grandes. Pero no lo es menos cuando apoya sin reservas a sus aliados, como China respecto de Rusia, o Estados Unidos respecto de Israel, o Rusia respecto de Siria, y así sucesivamente.

    Como ha escrito Sylvie Kauffmann, editorialista de Le Monde, la indignación de los occidentales ante el caso Navalny, palpable en Múnich, comporta inevitablemente una punzante pregunta: sancionar a Putin, sí, pero ¿cómo? Sólo quedaría derrotarle con las armas en Ucrania y, de momento, no está claro que pueda conseguirse.

    Sin embargo, nunca quizá como hoy se desearía poder contar con instrumentos jurídicos y políticos transnacionales. Deberían servir para controlar los efectos negativos de la globalización de la economía, la ciencia y las comunicaciones. También, para fomentar soluciones creativas a los graves problemas sociales de la humanidad.

 
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