Desconciertos políticos europeos: miedo en y a la derecha, división a la izquierda, desconfianza ciudadana

Marine Le Pen.
Marine Le Pen.

         Un titular demasiado largo para un artículo corto. Me excuso por intentar resumir tan brevemente la difícil crisis de liderazgo en Europa: coincide históricamente con la de muchos países, si se exceptúan, por desgracia, sistemas de hecho o de derecho tan autocráticos como los de China o la India.

         Da la impresión de que nos supera la complejidad del mundo desarrollado. A pesar de los instrumentos técnicos, no se acaba de procesar bien la variedad de matices, ni de valorar la ventajas e inconvenientes de las diversas soluciones, porque ninguna es perfecta, intachable. Todas tienen un precio, que es preciso asumir, como se comprueba estos días en Dubái. Y no es sólo un precio económico. Bastaría recordar algunos hitos del ingente esfuerzo diplomático del centenario Henry Kissinger, que llegó a terciar ante la actual invasión de Ucrania.

         Se explica el nacimiento –aunque no se comparta- de las utopías en torno al transhumanismo, así como la fe en la inteligencia artificial: parece, para algunos, revelación primigenia y fundante de una nueva religión secular. Vendría a resolver el problema causado por el todo vale del pensamiento débil postmoderno, que ha llevado a dosis altas de nihilismo, miedo a la inseguridad, violencia.

         Va a tener razón Popper (cito de memoria): en la forma de gobierno democrática, las consultas periódicas a los ciudadanos sirven más para rechazar que para elegir. De ahí, por ejemplo, ese voto útil que llevó al poder durante años en la Italia de postguerra a la democracia cristiana, para evitar el triunfo de un partido comunista entonces muy atractivo, porque se ignoraba la realidad del socialismo encarnado en la URSS de Stalin.

         Algunos rasgos culturales del tiempo presente recuerdan, aun de lejos, la situación de entreguerras del siglo XX, con el auge de nazismo y fascismo. Se proyectan en los miedos hacia una derecha estereotipada, no necesariamente real ni menos aún ultra, que suele caracterizarse por una exigua capacidad de comunicación. Le cuesta presentar una narrativa coherente. Tiene también miedo a sí misma y por eso se encoge, incluso cuando toma direcciones no necesariamente desacertadas. Acaba permitiendo el paso de formaciones radicales, en la línea reciente de Geert Wilders en los Países Bajos, o justificando el optimismo casi triunfalista de Marine Le Pen y la extrema derecha francesa ante las elecciones europeas de 2024.

         Esta perspectiva sostiene la esperanza de la izquierda, profundamente dividida por el avance de la desproletarización de la sociedad, con el consiguiente desclasamiento. Sigue frágilmente unida en la lucha contra un fascismo imaginario, esa ilusión –irreal- tan bien descrita en su día por el historiador François Furet, y en la defensa a ultranza de minorías. A falta de análisis profundos, acaba en evidentes contradicciones, como se comprueba en decisiones impropias respecto de temas cruciales, como laicidad o antisemitismo en Francia.

         Bastaría reparar en la disolución del grupo parlamentario de Die Linke, nacido del ala más radical de la clásica socialdemocracia alemana. O en la crisis dentro de la Nupes francesa, la nueva unión de la izquierda popular, ecológica y social. La división no se debe sólo al peculiar carácter y actitud de Jean-Luc Mélenchon. No parece posible tampoco la unidad si prejuicios feministas o ecologistas impiden ver la estricta realidad de Hamas e Israel.

         Se consolida así la desconfianza de los ciudadanos en la política. El gran peligro es su transformación en caldo de cultivo para aventuras populistas de signo muy distinto. Y lo pueden pagar caro también los países del Tercer Mundo, que se dejan llevar por el virus de la “desoccidentalización”, para acabar quizá en un Sur global dominado por Pekín.

         No es nada fácil reparar un tren que marcha a demasiada velocidad. Pero cada vez se impone como algo perentorio la necesidad de pararse a pensar con libertad, prevenidos contra viejos y nuevos prejuicios, para salir de tantos atolladeros.

 
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