La dialéctica amigo-enemigo acrecienta la desconfianza en la democracia

El presidente de Francia, Emmanuel Macron.
El presidente de Francia, Emmanuel Macron.

         Con independencia de la opinión que se tenga sobre Emmanuel Macron, no se le puede negar una especial capacidad de diagnóstico de la situación social de cada momento. Puede apreciarse en su reciente entrevista a Le Point, en la que anuncia su deseo de reunirse con los principales responsables políticos de su país. Lo considera indispensable en un momento histórico de grandes transformaciones geopolíticas, climáticas y tecnológicas, en que la República sufre riesgos de división. De ahí la idea de consensuar proyectos legales, pero también posibles referéndums, una hipótesis mencionada varias veces por el presidente, pero nunca puesta en marcha.

         Macron no tenía detrás un partido sólido cuando fue elegido presidente de la república francesa. Venía a enlazar con la tradición monárquica y presidencialista que sobrevivió a la Revolución del 89 y encarnó Napoleón Bonaparte. Pero no hace falta ser bonapartista para admitir que instituciones básicas, como los partidos y los sindicatos, no han sabido evolucionar con los tiempos. Tal vez por ahí va la razón profunda de la desconfianza de los ciudadanos que, entre otros efectos, aparece en la disminución progresiva del número de militantes, hasta extremos tristemente significativos.

         La sociedad moderna, con los avances científicos y el desarrollo económico, se ha vuelto cada vez más compleja. Cualquier problema –hasta la tragedia de un beso en la euforia de un triunfo deportivo- presenta infinidad de matices. La magnitud de la comunicación instantánea y las posibilidades inéditas de la técnica contemporánea impiden resolver los problemas con eslóganes y estereotipos: cuando se trasladan sin más al orden jurídico suelen crear muchos más problemas de los que resuelven.

         Lo ve con claridad Macron cuando llama ahora a la participación, en la que quizá no se ha ejercitado mucho que digamos. Pero tampoco sus oponentes de la Nupes (la nueva coalición de la izquierda liderada por Mélenchon) están en su mejor momento de unidad y cooperación interna. Aportan más elementos de cierta decepción que de esperanza, ante el futuro de grandes cuestiones como las del medio ambiente o la igualdad.

         No necesariamente una coalición de gobierno lleva a políticas de estado, es decir, suprapartidistas, que son las requeridas en tanto lugares en estos momentos. Aunque no sea fácil reconocerlo en el sur, la parálisis de la Unión Europea ante temas decisivos como la emigración, se debe en gran medida al parón de Alemania, que ha perdido buena parte de su capacidad como motor europeo. Los tres partidos que gobiernan en coalición desde finales de 2021 (socialdemócratas, verdes y liberales) son minoritarios y se enzarzan en continuas negociaciones, que frenan el clásico dinamismo de la economía alemana.

         Por paradoja, se están fortaleciendo posturas radicales a izquierda y derecha, que se habían demonizado: sobre todo, AfD (Alternative für Deutschland), que duplica en escaños a la extrema izquierda (Die Linke), y alcanza actualmente un 20% de intenciones de voto... El colmo de la incoherencia, a mi entender, es la reacción visceral en varios países de Europa ante la conversión ecológica de la extrema derecha, que habría superado su tendencia al negacionismo.

         Veremos cómo evoluciona el norte. Tras la renuncia de Mark Rutte en los Países Bajos, la candidata de su partido a las elecciones de noviembre no excluye una alianza con la extrema derecha. Seguiría la estela de Suecia -donde forma coalición desde 2022 con liberales, conservadores y democristianos-, o de Finlandia –partido de los finlandeses unido al centro derecha-; Polonia, Hungría, Austria e Italia han encontrado soluciones distintas, pero cercanas.

         Pero, hasta ahora, la insistencia continua en la lucha contra el más o menos importante enemigo –de la libertad, del progreso, de la nación, a la izquierda o a la derecha- recuerda la técnica comunista de poner en primer plano la batalla contra un fascismo más imaginario que real: una “ilusión”, según el historiador François Furet. Contribuye a la desconfianza del ciudadano: esa táctica le lleva al convencimiento de que el profesional de la política va simplemente a lo suyo. La consecuencia es la abstención, o la presencia en las urnas sin ilusión de futuro, como mal menor.

         Por eso, en esta época que la vida pública está transida de todo tipo de perspectivas y conversiones, me permito subrayar la necesidad de una renovación democrática en buena parte de occidente: menos demonizar y excluir, y más capacidad de diálogo y consenso. Aunque sólo sea para evitar tendencias suicidas populistas, como las reflejadas en recientes consultas electorales en las Américas. Al cabo, el pensador que interpretó la política en aquellos términos dialécticos, Carl Schmitt, fue un gran apoyo intelectual del nazismo.

 
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