La difícil y quizá superflua regulación internacional de la inteligencia técnica

Una aclaración previa: escribo inteligencia técnica, para evitar la rima interna con “internacional”; pero también porque, cada día más, siento cierta aversión a la expresión dominante, pues no acabo de entender cómo puede aplicarse el adjetivo artificial a la inteligencia (IA).

​Salvo error por mi parte, la razón humana funciona a partir de los conocimientos que le llegan del exterior.Arranca entonces el trabajo intelectual que, a pesar de la obra clásica de Jean Guitton, se resiste a una definición breve, por la amplitud de matices y operaciones: escuchar, leer, comprender, razonar, concluir, aplicar, innovar, explicar...

​Los ordenadores tienen una capacidad asombrosa de acumular conocimientos, informaciones, datos. Y cada día mejoran los algoritmos que responden o se dirigen automáticamente a los usuarios (así, las frecuentes “actualizaciones”). La última y gran novedad es integrar en esas instrucciones la capacidad de responder, también automáticamente, a observaciones o repreguntas: crean la sensación de un diálogo interpersonal. En realidad, se limita a incorporar más datos a su increíble base. En cierto modo, la inteligencia de quien consulta va ayudando al robot a encontrar lo que busca, relacionando informaciones que la máquina no es capaz de integrar por sí misma: necesita un estímulo externo.

​En rigor, la responsabilidad jurídica del uso de chats–salvo manifiesta tergiversación- recaerá siempre en quien acepte las respuestas y las lleve a la práctica. Como no es responsable la empresa constructora de un coche capaz de correr mucho, si el conductor infringe las velocidades establecidas legalmente. Si el chat ofrece una respuesta disparatada a mi pregunta, puedo quizá conseguir que acabe encontrando la solución correcta. Pero la responsabilidad del uso de esa nueva información será siempre mía. Tal vez por esto, las compañías de seguros se plantean ya ofrecer primas que cubran los riesgos de unasiniestralidad provocada por la IA.

​Muchas actividades empresariales –no sólo las de tipo Amazon o Uber-están condicionadas por aplicaciones técnicas. Pero no pueden ignorar las exigencias jurídicas propias de las regulaciones generales de alcance mercantil o laboral. La posible ignorancia del robot no excusa de su cumplimiento ni, por tanto, anula la responsabilidad de los directivos, según el derecho común.

​Resulta también comprensible la inquietud de tantosprofesionales, ante el miedo de perder su empleo por el avance tecnológico. Siempre ha sido así. Tengo grabadadesde la infancia la imagen del taller de Segovia donde varios operarios fabricaban los tapones metálicos irrellenables del anís La Castellana. Años después, unasola máquina reproduciría a toda velocidad el modelo en plástico. Desaparecen empleos, pero surgen otros. Las nuevas técnicas son un instrumento más de la creatividad humana.

​Algo semejante sucede en la enseñanza. En países tan centralizados como Francia, en cuando apareció el ChatGPT se oyeron voces autorizadas que propusieron mantener fuera del campo de la educación, por el principio de cautela, la utilización de las IA generativas... Es cuestión de tiempo. Con ponderación. Sin prejuicios ni entusiasmos desaforados. Pocos recuerdan ya aquellos pupitres escolares con un hueco para el tintero...

​Ciertamente, la máquina entra instantáneamente en su base de datos y utiliza quizá textos o imágenes sin tener en cuenta la propiedad intelectual. 

Todos lo hacemos cuando hablamos o escribimos, y no caemos en plagios injustos si citamos debidamente la fuente. Si el algoritmo usa sin citar, se podrá exigir al usuario y subsidiariamente a los responsables de la aplicación (con mayor motivo, si no es gratuita). Resulta comprensible la presión de los medios informativos para que los operadores de IA no usen gratis contenidos que elaborarlos es para ellos tan costoso.

 

​Se ha escrito también sobre el riesgo de la IA en el campo de la historia, por la relativa facilidad de inventarimágenes audiovisuales del pasado. No sería posible garantizar su veracidad. Pero tampoco es tan importante, porque las nuevas generaciones están acostumbradas al uso de aplicaciones que modifican las fotos. Una imagen no vale ya más que mil palabras, porque, de entrada, si es insólita, pensamos que habrá sido trucada.  

​Tal vez sean oportunos algunas precisiones y matices en las reglas de derecho comunes. Pero dudo mucho de que vaya a resolver los problemas una ley general –una de esas leyes “integrales” al uso. Habría que esperar al menos a las resoluciones judiciales en los diversos procesos en curso, ante tribunales de muy distintos países, que afectan a las grandes plataformas tecnológicas.

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