No es miedo a morir sino a vivir en soledad el fin de la vida

    Vuelvo a experiencias de andanzas por la sierra de Guadarrama. No es infrecuente cruzarse con caminantes –participio verbal que sirve para todos los géneros- que gozan de la marcha en soledad. Deben de tener sus razones: quizá necesitan tiempo para pensar, lejos de trabajos agobiantes, o deseos de encontrar en la cultura de la vida energía para conllevar la dureza que impone la tecnoestructura de lunes a viernes, un fenómeno descrito hace años por el filósofo Alejandro Llano.

    Aunque intento comprender, no dejo de sentir cierta pena ante la posible soledad. Estos últimos días, en los que tanto se habla y escribe de la muerte, sobre todo fuera de España, se acentúan las incógnitas del fin de la vida: veo a personas jóvenes, fuertes, con aparente vigor físico, que seguramente llevan una vida sana; probablemente vivirán más que los sedentarios, aunque aumente para todos, año tras año, la media de la esperanza de vida: gozan y quizá piensan en solitario por las sendas de montaña. ¿Morirán también solos en su ancianidad?

    Desde hace meses, apenas hay día en que no aparezca algo interesante en la prensa sobre el fin de la vida. Dentro de la paradoja postmoderna amante del relativismo, los estados legislan abundantemente sobre toda parcela humana. No es sólo “furor pedagógico”, del que quizá proviene la reciente ley de una comunidad española sobre cultura de la paz. Más bien suele ser consecuencia de la presión mediática de minorías activas.

    En la regulación de los comportamientos personales y médicos ante el fin de la vida, la historia reciente del derecho en Francia cuenta con dos leyes promulgadas en el siglo XXI tras alcanzar en vía parlamentaria una insólita mayoría: la primera, de 2005, rozó la unanimidad, por la ponderación del ponente chiraquiano, que daría nombre a la ley (Leonetti). Pero unos años después, en 2016, aun reconociendo el acierto de la norma, se actualizó en algunos extremos en la llamada ley Claeys-Leonetti, por los nombres de los dos ponentes, el primero socialista.

    Parecía haberse llegado a una ley duradera, por su amplitud y rigor, aunque lógicamente no todos aceptaban todo, especialmente los que deseaban el pleno reconocimiento de la eutanasia y la asistencia médica al suicidio. Parecía duradera también, porque concedía importancia capital a la puesta en marcha de los servicios de cuidados paliativos: por aquella época llamaba la atención su exigüidad, a pesar de haberse decretado algunos planes trienales... Por todo esto, no se vio necesario reabrir la cuestión en los “estados generales” de la bioética organizados durante un semestre en 2018, antes de abordar la imperativa actualización periódica de las leyes bioéticas.

    Pero el presidente Emmanuel Macron no siempre conecta con la mayoría social, como se ve estos días con la reforma del sistema público de pensiones. El gobierno ha impuesto su criterio mediante el equivalente al decreto-ley, sin que precedieran “estados generales” o convenciones ciudadanas, como en materia de cambio climático, o del fin de la vida. En el caso de la muerte, ciertamente tomó una iniciativa inesperada y, a mi entender, poco madura, porque parece haber ido cambiando ante la magnitud del debate cívico que ha suscitado el problema.

    En algún momento pareció que iba hacia el modelo de Bélgica. Luego, a los de Oregón o Suiza. La última es la búsqueda del “modelo francés”..., que es justamente el que quiere reformar. No es fácil superar desde la moderación y la profundidad la ley Claeys-Leonetti, menos aún cuando los cuidados paliativos siguen siendo tan deficientes. Porque esa norma combina prudentemente dos criterios clásicos del espíritu republicano francés –libertad, fraternidad: autonomía de la voluntad y libertad compartida- y promete avanzar en igualdad.  Porque sigue siendo flagrante la desigualdad ciudadana en materia de cantidad y calidad de los cuidados paliativos, que llegan sólo a un tercio de la población declinante.

    Como describe François Blot, especialista en reanimación médica, hace cien años, la gente moría mal, pero moría rápido. Hoy muchas personas temen las condiciones inhumanas del final de la vida. La clave no es morir con dignidad, sino vivir dignamente acompañado la fase final de la vida, porque eso es lo que agobia a una mayoría: no tener un final de vida pleno de verdadera humanidad.

 
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