El Estado no debe hacer todo lo que puede hacer

Pedro Sánchez.
Pedro Sánchez.

Me tocó en Madrid como catedrático de Derecho político, al final de los cincuenta, Carlos Ruiz del Castillo. Poco influyó en mí, aunque me parece que era suya esta ironía: el Estado como metáfora que encubre a los gobernantes. Lo he recordado al releer el titular de este comentario: de poco sirven las reglas configuradores de un estado de derecho si los líderes políticos se muestran proclives a ignorarlas o sortearlas a base de manipulación y neolengua.

 Sea o no la política el arte de lo posible, resulta muy fácil defender de palabra causas ajenas, incluso con radicalidad. Así lo viene haciendo semana tras semana, por ejemplo, el parlamento europeo, con sus condenas o reservas en materia de derechos humanos. Por paradoja, pueden llegar a cometer injusticias.

A la vista del golpe de Estado en Birmania, tengo la sensación de que la Eurocámara se precipitó al retirar el premio Sajarov a Aung San Suu Kyi. Como se ha visto ahora, no podía avanzar en la transición democrática sin hacer concesiones a los todopoderosos militares autocráticos. Los eurodiputados olvidaron escenas de la Resistencia francesa o italiana, con aparentes cesiones encaminadas a objetivos más ambiciosos. La lucha contra las dictaduras implica juegos de picardías y heroísmos, no siempre triunfadores ni mucho menos. En aquella juventud universitaria de Madrid no era lo mismo atacar a la dictadura en la ciudad universitaria que desde la sede en París de El Ruedo Ibérico.

Más aún hoy, cuando los Estados disponen de medios coercitivos imponentes, facilitados también paradójicamente a las dictaduras por compañías con sede en países democráticos. Ahí se inscribe, por ejemplo, el actual debate político francés sobre seguridad de la convivencia que, en el fondo, protege más a los servidores del Estado que a los ciudadanos en el ejercicio de sus libertades. No se les debe controlar a base de drones y aplicaciones de reconocimiento facial, aunque se pueda.

Si no me equivoco, la distinción entre poder y deber pasó de la ética general a la bioética, a raíz de evidentes avances científicos, capaces de proteger la vida, pero también de introducir condicionamientos letales o eugenésicos. No es lícito todo lo que la ciencia puede hacer..., al margen de posibles consecuencias negativas no deseadas, pues con frecuencia surgen tiempo después, como se comprobó con la pionera oveja Dolly.

Sugiero aplicar el argumento al poder político, quizá porque me asusta el crecimiento del intervencionismo del Estado, con independencia de las tendencias derivadas de ideologías quizá contradictorias. Trump acuñó el American first. Ahora, Biden lanza el Buy american. Dos modos en apariencia distintos, pero coincidentes en dar primacía a la soberanía del Estado y, por tanto, a un proteccionismo de muy dudosos efectos positivos para la libertad. De hecho, en esta línea van las primeras críticas que he leído en Le Monde acerca del nuevo inquilino de la Casa Blanca.

Ciertamente, pueden ser constitucionales –aunque excesivas- las órdenes ejecutivas del presidente de Estados Unidos, como los decretos-leyes de un primer ministro español. Pero algo grave falla, cuando se hurta el debate parlamentario –en varios países de Europa- sobre las políticas adoptadas en la lucha contra la pandemia. No todo lo legal resulta necesariamente ético, ni mucho menos democrático. La ética de los procedimientos, tan necesaria en una democracia, no es sólo mera forma: exige atenerse a los principios fundamentales inspiradores de las normas básicas. Por eso, en caso de duda, hay que estar a favor de la trasparencia y no del secreto. El Estado –los gobernantes- puede callar, pero el silencio, la opacidad y la supresión de los debates, juegan normalmente en contra de la participación política propia de los ciudadanos en los sistemas occidentales. Los transforma en meros súbditos.

 
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