El gran reto europeo de la independencia del poder judicial

Viktor Orban
Viktor Orban, primer ministro húngaro

Bruselas y Estrasburgo deberían renunciar a seguir fabricando maniqueos que centran la atención en fallos de algunos Estados –ostensibles-, pero ocultan la incapacidad de crear un auténtico espacio común de la justicia y el derecho. No es fácil, porque son diversas las tradiciones jurídicas, aunque una de las ventajas del Brexit es la desaparición del mayor obstáculo, por la radical diferencia del sistema anglosajón respecto del que se dio en llamar  “continental”.

Es lógico que la Unión Europea afine los procedimientos para evitar fraudes en el cumplimiento del derecho comunitario aplicable a presupuestos, fondos y subvenciones, con mayor motivo, respecto del actual plan de recuperación económica. Pero se comprende la reticencia de algunos Estados miembros a participar en la puesta en marcha de la figura del fiscal europeo encargado de la instrucción procesal ante posibles ilegalidades. Porque en ciertos países –como España- la fiscalía se rige, de acuerdo con la Constitución, por principios “de unidad de actuación y dependencia jerárquica”, derivados de su condición de “ministerio público”, aunque ejerza sus funciones “con sujeción, en todo caso, a los [principios] de legalidad e imparcialidad”. También Francia tiene pendiente aplicar una sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la fiscalía, y un problema semejante fue dilucidado por el Tribunal de Luxemburgo respecto de Países Bajos.

El 20 de julio publicó la Comisión su segundo informe sobre el estado de derecho en Europa. El diario de Le Monde planteó a la vicepresidente, Vera Jurova, un análisis de la situación. Al presentar la entrevista, destacó en el titular una frase: “La democracia no es algo adquirido, debemos alimentarla”. Así se deduce de la participación de Hungría en el caso Pegasus, o del asesinato de un periodista en los Países Bajos. Pero matiza que el programa europeo de recuperación no supedita la aprobación de los planes nacionales al estado de derecho. Las ayudas se destinan a los que más han sufrido las consecuencias económicas de Covid-19. “No creo que debamos chantajearlos con este dinero”.

Para Emmanuel Macron, el problema no es sólo húngaro. Tiene razón en que aumenta el conservadurismo y el llamado iliberalismo en varios países europeos. Pero también Francia tiene su propio problema –además de los fiscales instructores-, como muestra estos días el caso Dupont-Moretti, ministro de justicia: está dando lugar a una auténtica guerra de los gobernantes contra los jueces, digna de los viejos tiempos de mani pulite en Italia contra Craxi. Como si la igualdad ante la ley y, por tanto, la responsabilidad jurídica de sus actos, no afectase a la cúpula del poder ejecutivo.

Ante el compromiso en favor del ministro por parte de las más altas autoridades del Estado –referencia implícita a Emmanuel Macron-, la presidente del sindicato de la magistratura sale al paso en una tribuna en Le Monde: “¿Quién puede creer que la imputación de un ministro es el resultado de una instrumentalización de la justicia por parte de ‘un puñado de magistrados’?” Lamenta con razón que, cuando los jueces cumplen su deber respecto de políticos o cargos electos, el aparato estatal se ponga en marcha para desacreditar a los jueces.

No es preciso salir de España para comprobar que el estado de derecho está amenazado. Basten algunas consideraciones, como la desaforada crítica en las alturas gubernamentales de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma. Sin duda, toda decisión es criticable, pero con argumentos, no con descalificaciones. Como si sólo tuviera “sentido de Estado” quien da la razón a un gobierno..., que no se caracteriza precisamente por el cumplimiento escrupuloso del imperio de la ley.

 Llega quizá el momento de reconocer ante Bruselas la disposición de reformar el actual régimen del consejo del poder judicial, que lleva demasiado tiempo en funciones, por otra parte, recortadas. A mi juicio, en lógica jurídica, el régimen vigente no es constitucional. El TC aceptó en 1985 la desafortunada reforma promovida por el primer gobierno de Felipe González, a pesar de que hacía “posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la norma constitucional” (FD 13). Ese riesgo de politización no es ya una hipótesis, sino un hecho, consolidado con las sucesivas reformas, introducidas por el PSOE y toleradas por el PP. Se impone la reforma: bastaría quizá volver al sistema del primer consejo, uno de tantos frutos recuperables de la Transición.

 
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