La grandeza ética de un estilo político tolerante

Personas normales que nos gobiernen.

Tal vez porque me eduqué en un hogar y una escuela llenos de virtudes republicanas, en el sentido romano de la palabra, estoy vacunado contra el eslogan de la superioridad ética de la izquierda. Estos días, en España, hemos asistido al espectáculo de un cinismo concordante con uno de los sentidos del término siniestro. Quien tenga dudas, y tiempo de verano, puede leer El pasado de una ilusión, de François Furet.

El problema no es solo europeo ni occidental. A los epígonos recalcitrantes del absoluto marxista –que no tienen freno para planchar si pueden a sus contrarios-, se suma el absoluto islamista, donde la intolerancia tiene sede natural, como se viene comprobando en Afganistán desde la retirada de Estados Unidos, o en repúblicas más cercanas pero afincadas en la teocracia; y de nuevo se repite en Tailandia la confiscación de la democracia por una junta militar que –a través de un peculiar senado- impide que gobierne el líder vencedor en las elecciones.

La teoría crítica de la raza hace estragos al otro lado del Atlántico. No se trata de una hipótesis sobre el significado de un fenómeno histórico, sino de un arma para luchar por el poder en la sociedad actual. Los movimientos indigenistas en el centro y sur de América no le llegan ni de lejos, quizá porque los inevitables defectos de la colonización iberoamericana nada tienen que ver con la realidad del norte, ni menos aún con la expansión de la esclavitud. Pero ha comenzado ya un proceso serio para recuperar la libertad de cátedra y de expresión, frente a la cancel culture: incluiría la supresión de los increíbles índices de libros prohibidos, aunque difícilmente se volverán a levantar ya estatuas injustamente derruidas, como la de Junípero Serra.

Los islamistas tampoco toleran. El nuevo asalto a la embajada de Suecia en Teherán trae necesariamente a la memoria crisis del siglo XX ligadas a otras legaciones diplomáticas en Oriente Medio, al menos desde Teherán en 1979 y Beirut en 1983. Quemar públicamente un libro sagrado para los creyentes de una religión es una violación de libertades reconocidas en las constituciones de los estados democráticos, aunque no esté tipificado en las leyes penales. En el fondo, el ordenamiento no ampara la blasfemia –insulto, injuria-, aunque haya desaparecido la específica sanción penal de otros tiempos, mientras en países como Pakistán sigue aplicándose y no precisamente con cordura. Pero no se puede aceptar en modo alguno la violencia desatada en las repúblicas islámicas contra los deseos de libertad de sus propios ciudadanos ni contra errores que se cometen lejos de sus fronteras.

Desde un punto de vista histórico se podría quizá decir que la tolerancia fue como el comienzo del camino hacia la libertad. Tal vez por esto, cuando la libertad está de hecho tan amenazada, tiene sentido recuperar ese concepto, para superar las actuales constricciones que sufre más de medio mundo.

Miro también a España. Exageraciones diversas suelen acompañar a las campañas electorales, y traspasan con creces los límites de aquel dolus bonus admitido en las transacciones comerciales y en las relaciones humanas. Recuerdan las antiguas y gozosamente superadas negociaciones de matrimonios entre familias en las que –al menos en tierras aragonesas- tomaba parte el llamado exagerador.

La práctica de un estilo político basado en las virtudes republicanas –no tienen que ver con la forma de gobierno- debería hacer nueva carrera en España. El reciente período de intolerancias se merece el olvido, aunque sería aconsejable revisar leyes que imponen criterios sobre la historia o la realidad del ser humano, negando el imperio de la libertad de investigación. Lástima de no tener el estilo ni la agudeza de Ortega para gritar un actualizado “no es eso”. Por paradoja, él y los suyos –maestros de mis maestros- protagonizaron el primer gran exilio intelectual del siglo XX, bien documentado hoy, como tantas intolerancias que precedieron a la guerra civil.

Tras los comicios debería llegar una hora de tolerancia. Hace unos cincuenta años, los procuradores de las Cortes franquistas asumieron su responsabilidad histórica y permitieron –con evidentes concesiones- el camino de la democracia en España. Contribuyeron a cerrar espacios de extrema derecha, renacidos luego como reacción a otras intransigencias. La situación actual no es tan grave, pero exige a mi entender un serio esfuerzo en los pactos postelectorales, sobre todo, para recuperar el espíritu democrático de instituciones constitucionales tan maltratadas en los últimos años. Lo espero y lo deseo, en primer lugar, también como exigencia de la Unión Europea, para la indispensable reforma del poder judicial, y la erradicación de la endémica dilación de la administración de justicia que sufren los ciudadanos y contribuye a la pervivencia de tantas corrupciones. Son a mi juicio dos piezas esenciales en el camino hacia una renovada transición hacia la libertad y concordia de los españoles. De ahí la grandeza de un estilo tolerante.

 
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