Ideas sobre el futuro de las universidades

Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid.
Edificio de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

         No faltan incertidumbres, dentro y fuera de España, sobre la adaptación a los tiempos de los sistemas educativos que, casi sin discusión, arrancan siempre de lo conocido, para avanzar hacia lo desconocido.

         Si para muchos agosto es época propicia a la desconexión, lo es también para pensar sobre los retos que depara la situación presente. En mi caso, hace nada, terminaba la no fácil tarea de un traslado de oficina, precedido de abundantes decisiones sobre la necesidad de conservar o destruir libros y papeles..., especialmente cuando hacía muchísimos años que no los consultaba.

         Entre éstos, encontré una carpeta con recortes de mis primeros artículos, cuando era estudiante de Derecho. Pero no estaba el que me hubiera gustado releer. Recuerdo el título: Servirse de la Universidad. Se publicó en la revista Claustro, de Valencia. Aunque era editaba por la delegación del SEU en aquel distrito universitario, nos hicimos de hecho con la redacción personas que no compartíamos su línea teórica, pero no teníamos otro medio de expresión.

         La idea central de aquel breve comentario era una crítica apasionada de quienes utilizaban la Universidad con finalidades políticas inmediatas. Denotaba una visión idealista del alma mater, aprendida probablemente de la lectura de textos difundidos entonces, porque no estaba cerrado ni mucho menos el debate sobre la misión de la Universidad (fue uno de los capítulos del ensayo que Ortega y Gasset tituló El libro de las misiones).

         La apuesta por la libertad universitaria tendrá que ser permanente. Las amenazas que provienen de modas en línea de “despertares” o “cancel culture” son muy fuertes. Pero han provocado ya reacciones importantes, también en Estados Unidos, y no sólo en Europa, tras la deprimente prohibición en la Sorbona de la representación de Las Suplicantes de Esquilo. Tampoco son lícitos estos modos de “servirse” de la Universidad para intereses ideológicos espurios.

         Cuando escribí aquel artículo, regía en España una visión digamos napoleónica de la Universidad: el Estado, como garante de la formación de profesionales de máximo nivel al servicio del progreso social; los catedráticos, miembros de un cuerpo de funcionarios públicos con un severo proceso de selección, que daba enorme importancia a la cualificación científica y prescindía bastante de las capacidades docentes. (Algo de esto sigue reflejando sobre todo el ranking de Shanghái, que acaba de publicar la actualización anual).

         El sistema provenía  de las sucesivas reformas del Estado liberal del XIX –hasta la duradera ley Moyano de 1857-, que arrumbaron las llamadas universidades menores. Quedaron pocas y se creó luego alguna, pero hasta mediados del siglo XX sólo se pudo obtener el doctorado en la Central. Cuando llegué a la Universidad, en 1957 –año, por cierto de la ley de enseñanzas técnicas, que consolidó el camino hacia su condición universitaria-, sólo había trece en España, que controlaban también los estudios de algunos centros no estales antiguos o recientes.

         Aunque el Estado promovió grandes centros de investigación científica, también aquí, siguió siendo inseparable de la idea de universidad. No era ésta, en feliz expresión del famoso romanista Álvaro D’Ors, una tercera enseñanza: la superior, después de la primaria y la secundaria.

         Hoy se ha impuesto en Europa el espíritu de Bolonia, que poco o nada tiene que ver con la institución que fundó en 1088 el insigne maestro Irnerio. Desde luego, ha perdido sentido de universalidad. Basta pensar en la infinidad de grados en materias de escasa enjundia científica –reconocidos oficialmente en las páginas del BOE-, con el contrapunto del fenómeno de las “dobles titulaciones”. El tiempo tendrá que corregir los inconvenientes.

 

         La apuesta por “lo profesional” es cada vez más arriesgada, en un tiempo de grandes transformaciones laborales. El fenómeno de “la gran dimisión”, a la salida de la pandemia, junto con factores como el declive demográfico, está provocando un serio déficit de alumnos y de profesores. En Estados Unidos, donde han cerrado muchos colleges más o menos locales, se complica con la crisis irresuelta de la devolución de los préstamos a los estudiantes universitarios, y con las tremendas batallas ideológicas que se proyectan en el sistema educativo con un radicalismo inimaginable.

         Sorprende en cambio la serenidad europea, donde sigue conviviendo pacíficamente lo público y lo privado. Por ejemplo, en Francia, según Le Monde del 8 de agosto, la enseñanza privada, que se mantiene en torno al 20% en la media, alcanza el 25% en la superior, con un crecimiento continuo en todos los distritos académicos, también los de ultramar.

         También en España, donde el sistema de acreditación es común, se produce esa convivencia y cooperación, aunque no faltan recalcitrantes, como los actuales gobernantes de la comunidad valenciana, que aparecen una y otra vez en los suplementos del BOE con sentencias del TC que echan abajo discriminaciones no constitucionales. Son tantas que me pregunto si no habrá prevaricación, aunque no suela faltar algún voto particular discrepante de la mayoría.

         En cualquier caso, se escribe mucho, y vale la pena repensarlo, sobre temas como la necesidad de un gobierno más eficiente en las universidades (autonomía y participación, sin la “democratización” de “un hombre un voto”), la apuesta esencial por la investigación (cauce obligado de la innovación), la importancia de la universalidad (frente a la endogamia), la conveniente relación con la empresa (a pesar del riesgo de subordinación a objetivos laborales o mercantiles); la adecuada atracción y formación de profesores; la efectiva orientación de los alumnos. Hay materia abundante para pensar.

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