La implacable ascensión de la violencia islamista

Cuando la crisis de Siria dista de haberse resuelto, salta al primer plano la ofensiva de las milicias del Estado Islámico de Iraq y el Levante (EIIL), que siembra de dudas a Bagdad y, de modo intenso, a la Casa Blanca.

De hecho, los ojos se vuelven hacia el sucesor del tan denostado George W. Bush por una intervención que produjo la huida –y posterior ejecución  de Hadam Husein. Se reprocha a Barack Obama haberse precipitado en la retirada de las tropas americanas, así como la falta de una estrategia clara para Iraq. Pero, para el presidente de EEUU, la solución de la crisis no es militar, sino política. Aunque, de momento, enviará varias centenas de marines para proteger su embajada en Bagdad, y otros tantos militares para asesorar a las tropas iraquíes, pero sin participar en combates. No excluye, sin embargo, alguna “acción precisa y selectiva militar” contra los yihadistas, por ejemplo, con drones: se trataría de repeler la ofensiva del EIIL y reconquistar las ciudades que controlan. No obstante, todo puede cambiar tras la visita del Secretario de Estado John Kerry a la región, para reunirse con los líderes de Oriente Medio. Las acciones de EIIL pueden desestabilizar al máximo la zona.

Barack Obama tiene presente que el actual primer ministro iraquí Nouri Al-Maliki ofrece abundantes fisuras en su acción de gobierno. La oposición interna le culpa de la inestabilidad a que ha llevado al país, por no saber incorporar adecuadamente a las tareas de reconstrucción a los diversos grupos. Sin duda, justifica el freno de Obama a una colaboración más estrecha contra la ofensiva islamista que amenaza con destrozar Iraq.

Como sucede en los demás conflictos regionales, las creencias religiosas aparecen en primer plano. Maliki, chiíta, habría gobernado de modo tiránico, especialmente contra la minoría sunita. De este modo, favoreció indirectamente la aparición de EIIL, grupo terrorista más fanático aún, apoyado por la comunidad sunita. Ahora intenta recuperar desesperadamente popularidad, sacando manifestantes a la calle para transmitir la idea de que cuenta con suficiente apoyo, como para no necesitar el estadounidense. La presencia del ejército americano sería mal vista por los chiitas de Irán, que apoyan a Maliki, y son notoriamente hostiles hacia Washington.

Ciertamente, los gobernantes iraquíes tienen mucha responsabilidad en lo sucedido. Y Obama mantuvo cierta coherencia, incluida la decisión de retirar sus tropas: el propio Bush había fijado el año 2011 para la vuelta a casa. Pero –como adivinó proféticamente el hoy san Juan Pablo II  la guerra desencadenada por EEUU no era la solución: al contrario, la invasión fue mucho más dañina, como se comprueba hoy, que la enfermedad que se deseaba curar.

En el plano religioso, como de costumbre, llama la atención el silencio de los imanes europeos, que con tanta facilidad se quejan de una supuesta islamofobia. Su silencio ante los abusos yihadistas en el mundo árabe resulta clamoroso. Los sufre la mayoría musulmana de esos países pero, sobre todo, las minorías cristianas, aplastadas ahora en el norte de Iraq, a pesar de la protección –nada paradójica  de los peshmergas kurdos en algunos lugares: sus milicias patrullan las ciudades y protegen las iglesias, en las proximidades de Mosul.

Parece cosa de otros tiempos, pero siguen siendo decisiva la diferencia entre sunitas y chiítas. La separación de estas dos ramas del Islam se remonta a la muerte de Mahoma el año 632, ante la cuestión del legítimo sucesor para liderar la comunidad de los creyentes. En Ali y los chiítas prevalecen los lazos de sangre, frente a las tradiciones tribales representadas por Abu Bakr, un hombre común, compañero del Profeta, que sería el primer califa. Los sunitas han sido siempre la mayoría. Hoy constituyen en torno al 85% de los musulmanes del mundo. Los únicos países predominantemente chiítas son Irán, Iraq, Azerbaiyán y Bahréin, y hay importantes minorías en Pakistán, India, Yemen, Afganistán, Arabia Saudita y el Líbano. La consecuencia práctica radical es la fusión de política y religión en la órbita sunita, a diferencia de la mayor separación en el ámbito chiíta. A su vez, desde la revolución islámica iraní de 1979 los líderes sunitas son considerados como corruptos y vendidos al “Gran Satán” americano.

Pero no fue así en Iraq, donde Bush actuó contra Husein, que gobernó con el apoyo de los sunitas, un tercio de la población del país. Con Maliki, creció su oposición, y el acercamiento a los yihadistas del EEIL, con el objetivo de establecer un nuevo un califato sunita entre Iraq y Siria.

En ese contexto, se comprende la cautela occidental: sus dirigentes piensan que una intervención ajena agravaría el conflicto, en vez de contribuir a la paz.

 
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