La importancia del envejecimiento, desde París a Pekín

Emmanuel Macron, presidente de Francia.

    Media Francia –es un decir- se sube por las paredes estos días contra el proyecto del presidente Macron de reformar la edad de jubilación y el sistema de cálculo de las pensiones, que incluye la desaparición de algunos regímenes especiales. Es lógico, porque la futura ley afectará directamente al bolsillo de un número creciente de personas. Se pueden sentir con mayor o menor inquietud los problemas del cambio climático, pero –también porque nunca llueve a gusto de todos- no tienen una incidencia tan inmediata y personal como la previsión de los medios de vida cuando ésta comienza a declinar. Los ciudadanos quieren vivir bien, con buena pensión y sin trabajo, mucho antes de que la artrosis y las enfermedades crónicas asociadas a la edad impidan gozar como esperan.

    Al menos desde que el club de Roma lanzó el primer grito de alarma con el informe Meadows sobre crecimiento cero, surgió el contrapunto de una realidad ya anticipada en Alemania: el envejecimiento de la población, solo compensado por la aceptación de inmigrantes, al menos a corto plazo. Casi en primer plano, ese dato demográfico cuestionaba el modelo de financiación de las pensiones, ante el descenso de los activos y el aumento de la esperanza de vida de las generaciones. En términos análogos, el fenómeno se fue expandiendo por occidente y casi por todo el planeta, quizá con la única excepción de África. Pero, para la opinión pública de los países desarrollados, fue más bien una teoría prospectiva más, hasta que los sucesivos ajustes en los sistemas de jubilación y de cálculo de pensiones afectaron al poder adquisitivo de cada uno.

    Así, la necesidad de fomentar los nacimientos se convirtió en prioridad política, sin perjuicio de conciliarla con la libertad de las familias y, en concreto, de las mujeres. En Francia, la despenalización del aborto y la gratuidad de recursos anticonceptivos crecieron acompañadas de un generoso diseño de prestaciones familiares, aceptadas en lo sustancial por todos los partidos políticos, aun con pequeños matices partidistas o coyunturales. Los resultados están a la vista: a pesar de los resultados imprevisibles derivados de la pandemia, la población aumentó en 2022, si bien levemente y con una esperanza de vida estancada; pero el índice de fecundidad está en el 1,8, a la cabeza de la UE (media de 1,5). Y, aunque sigue retrasándose la edad, aumenta el número de matrimonios.

    En cambio, el despotismo chino entró en pánico con Deng Xiaoping: la natalidad era la causa del fracaso de la política económica y de las duras hambrunas a mitad de siglo XX; al contrario, su control sería la base del desarrollo –condición indispensable para la permanencia del dominio del partido comunista único-, y optó por la política del hijo único, impuesta férreamente en 1979. La dictadura no imaginaba la influencia que esa medida iba a tener en sus ciudadanos: creó un clima en que los hijos se consideran un serio obstáculo para la prosperidad personal y, por tanto, las parejas dejaron de procrear, también por los excesivos costes de la sanidad y la educación. Los resultados están también a la vista: a pesar de admitir un segundo hijo en 2016, y el tercero en 2021, la población de China ha disminuido, por vez primera en sesenta años: casi un millón de personas menos en 2022 respecto del año precedente. Consecuencia de una tasa de fecundidad del 1,2, semejante a España o Italia, pero sin flujo significativo de inmigrantes.

    El problema se agudiza en el continente amarillo porque han caído también en picado los matrimonios, casi indisolublemente ligados a la natalidad: según las estadísticas oficiales –aunque es comprensible que no todos acepten su fiabilidad, especialmente después de lo visto en tiempos de pandemia-, sólo un 1% de los nacimientos son extramatrimoniales. Las bodas se han dividido por dos estos últimos años: de 13,5 millones en 2021 a 7,6 en 2021, con un descenso estimado entre el 10 y el 15% en 2022. Sin contar que el aborto selectivo ha determinado que en la actualidad haya unos 33 millones más de varones que de mujeres.

    En síntesis simplificada: el capitalismo entronizó el ánimo de lucro como regla de oro, pero poco a poco se dulcificó con el estado del bienestar; en cambio, el comunismo chino es mucho más despiadado: para quienes no son miembros del partido ni de la nomenclatura, el único objetivo vital es alcanzar el éxito económico, cueste lo que cueste. Paradójicamente, es el caldo de cultivo de las miles de conversiones al cristianismo de estos últimos años, en búsqueda de sentido para la propia vida.

 
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