Las leyes de inmigración no deberían privilegiar la fuga de cerebros

Es un hecho que el número de habitantes en Europa se mantiene, o crece, gracias a los emigrantes. Pero la Unión Europea no consigue armonizar las leyes sobre migraciones, para crear el auténtico espacio común previsto en los tratados. El acuerdo de Schengen abrió muchas fronteras. Se facilitó así la movilidad de los inmigrantes dentro de la Unión Europea. Tras entrar en un país, los movimientos pueden dirigirse hacia lugares que ofrecen trabajos más atractivos, así como una mayor asistencia o protección social: aunque no lo parezca a primera vista, es un aspecto  decisivo, que está en el origen de muchas reticencias y de las políticas populistas identitarias, que miran con excesivo recelo esos movimientos, por otra parte, indispensables para mantener el propio estado del bienestar.

El problema se complica ante la mezcla de problemas, que harían quizá necesario unificar los requisitos del asilo y la residencia -por lo general, ligados a tener trabajo y domicilio, y carecer de antecedentes penales-, así como la delicada cuestión de la reunificación familiar. Ante el abundante número de refugiados de estos últimos años, han crecido también las solicitudes de asilo. Cada país aplica su propia legislación. En cualquier caso, haría falta una política europea común para erradicar las diversas bandas y mafias que practican hoy en Europa el contrabando de seres humanos.

Ciertamente, la política sobre migraciones ofrece amplitud de matices y  exige prudencia y claridad jurídica. Pero, desde España, no podemos olvidar que Salamanca construyó en el siglo XVI bases doctrinales de enorme importancia y originalidad ante el amanecer de un mundo que tendía hacia la actual globalidad: en materia de migraciones, el punto de partida debería ser el ius communicationis, el derecho humano de establecer con libertad el propio domicilio, con respeto a las leyes de cada lugar, impuestas no por voluntad de los gobernantes sino como ordinatio rationis. No deja de ser significativa esa postura de la Escuela de Salamanca, cuando Bodino construía el concepto de soberanía, propio de un estado moderno, pero incompartible hoy con un derecho internacional que promueva la paz y la concordia entre las naciones.

En otro orden de cosas, tampoco debería olvidarse de que España –como tantos lugares de Europa- acabó siendo un pueblo de emigrantes. Con tanto voluntarismo sobre la memoria histórica, se difuminan aquellos años del Plan de Estabilización a cuyo éxito real no fueron ajenos los españoles que marcharon a Alemania, a Francia o a Australia, como antes habían ido a las Américas. Recuerdos históricos de ese tipo deberían  favorecer una sensibilidad abierta, generosa y acogedora hacia quienes llegan ahora a occidente, en busca de sustento y prosperidad, así como un futuro mejor para sus hijos.

En este como en otros temas, Estados Unidos ha ido por delante, con luces y sombras. Basta pensar en la nacionalidad de origen de tantas figuras de Silicon Valley. La Ley de Inmigración de 1990 triplicó la cuota de trabajadores cualificados con oferta de trabajo de un empleador. La mayor parte eran expertos en programación informática (65.000 personas al año), que procedían sobre todo de India, China y Filipinas. En general, se incrementó exponencialmente el número de “especialistas” que entraron en Norteamérica, así como la categoría de “trabajadores con competencias excepcionales” (no pocos, en la práctica, eran técnicos con sueldo inferior a los nacionales del mismo nivel).

Apenas se subraya ya la fuga de cerebros. Pero es una triste realidad, que afecta al desarrollo del tercer mundo. Y puede crecer si van adelante proyectos legales que se discuten en muchos países europeos, como Alemania o Francia. Los emigrantes son necesarios en una Europa sumida en el “invierno demográfico”. Pero se lucha lógicamente contra la clandestinidad, dominada por bandas criminales. Suele afectar más a la mano de obra no cualificada. En teoría, se indica la cooperación al desarrollo de las naciones de origen para evitar desplazamientos ilegales de personas. A la vez –casi como ley del embudo- se prima la incorporación de trabajadores cualificados, que deberían ser agentes del desarrollo en esos lugares; se hace así más difícil la prosperidad, ilusión de tantos sueños migratorios, y sobre todo, se paralizan servicios básicos indispensables en el campo de la sanidad y la educación. En fin, y aunque no es nada fácil, la UE debería esforzarse por concordar una política común sobre migraciones, que resuelva los problemas propios, sin agravar –con la legal fuga de cerebros- las carencias del tercer mundo. La carta de derechos fundamentales de la UE no puede derivar en letra muerta, tampoco en este campo decisivo de la humanitas.

 
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