Parece llegado el momento de poner fin a la postmodernidad

Gente paseando por una calle comercial.
Gente paseando por una calle comercial.

No va a ser nada fácil, pero puede tratarse de uno de esos grandes propósitos de año nuevo que permanezcan por su profunda necesidad. Será difícil, porque, salvo error por mi parte, impregna la cultura de la inteligencia artificial, dos palabras que sintetizan para muchos el progreso y casi el destino de la humanidad.

Lo he comprobado en mi intento de que el primer chat lanzado al mundo me dijera el origen de la aplicación del concepto de cruzada a la guerra civil española del 36. En síntesis, citó un artículo de Francesc Cambó de 1934. Repuse que no me parecía lógico calificar un hecho histórico dos años antes de que sucediera. La respuesta insistió en que la historia no es una ciencia exacta, sino que permite diversas interpretaciones. Cierto, pero después de conocer la realidad, no antes, que eso es más bien profecía, es decir, actividad intelectual tan respetable como acientífica. No sé si mis razones harán mella en una IA con excesivas dosis de irracionalidad.

La centralidad del sujeto que piensa no tiene por qué llevar necesariamente a la negación de la existencia de una realidad objetiva, a pesar de la limitación de nuestras vías de conocimiento. Tras Hitler y Stalin se comprende el pavor ante el absoluto. Pero la expansión del relativismo conduce a una plenitud de reductos individualistas inexpugnables. La primacía del yo impide radicalmente el acceso a una verdad objetiva común y, por consiguiente, a una convivencia ética solidaria.

Sin la superación del relativismo, nada tiene sentido propio ni merece respeto. Como mucho, se llega al “tú, más”..., que no justifica nada. El peligro de los ejemplos es que se carguen las afirmaciones genéricas. Pero voy a correr el riesgo.

El mundo occidental se estremeció ante la acción de Hamas el 7 de octubre pasado. Pero la reacción de Israel en Gaza hace crecer de hecho la incomprensión internacional hacia la política oficial de Tel Aviv, sin que las críticas se deban a sentimientos antisemitas ni siquiera antisionistas. La fuerza del apasionamiento, junto con la complejidad de matices, impide en la práctica una valoración objetiva del conflicto.

Otro ejemplo. Muchos vivimos en España con auténtica fruición el proceso de Transición de la dictadura de Franco a la democracia. Tuvimos la sensación de que se abría una nueva época, que partía del reconocimiento y el rechazo de nuestros mayores de los tremendos errores que habían cometido desde la caída de la monarquía. Se abrazaban en una Constitución política abierta hacia el futuro: la España triunfal lamentaba una represión impropia de auténticos vencedores, y los vencidos renunciaban a nostalgias vindicativas, convencidos unos y otros de la apertura de un tiempo de esperanza. Curiosa y anecdóticamente, por aquellos años líderes históricos renunciaron a sambenitos antimonárquicos del tardofranquismo, que enarbolan hoy paradójicamente sedicentes progresistas. No había ya peleles que lancear, sino concordia abierta al futuro.

Los errores del pasado quedan para las ciencias históricas. En la vida cotidiana, no merecen memoria, ni menos aún vindictas, sino olvido. En todo caso, mero recuerdo, que evite repetir equivocaciones antiguas, valorándolas con la mayor objetividad posible.

El riesgo de la injusticia y la ineficacia resulta ostensible, como se ve de alguna manera en las grandes crisis de tantos países, aunque no tenga siempre repercusión internacional. Así lo entiendo, al repasar estos días noticias que llegan, por ejemplo, de Turquía, con la guerra cultural-religiosa a raíz de la serie de los “botones rojos”; o las huelgas de enfermeras y médicos jóvenes en el Reino Unido; o la relación de misioneros cristianos asesinados en 2003; o la aceptación constitucional de los crucifijos en lugares públicas de Baviera; o el intento radical de Emmanuel Macron de conciliar la doble lucha contra las consecuencias del cambio climático y la pobreza; o la inestabilidad político-electoral de grandes países africanos como Costa de Marfil y la república del Congo, antes Zaire; o las incongruencias de las políticas migratorias en el mundo desarrollado; o las amenazas de Pekín sobre Taiwán tras fagocitar Hong Kong; o la represión de la libertad y del estado de derecho en tantos países.

Se configura así un mosaico dramático de carencias de la postmodernidad: quiso erradicar los absolutos, y ha construido un mundo en el que crecen absolutismos fragmentados e irreconciliables entre sí. Por eso habría que ir poniendo fin a las falacias irracionales derivadas de la debilitación del pensamiento.

 
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