Rebelión democrática en Europa contra los fundamentalismos

Hace unas semanas, Helena Farré Vallejo explicaba con claridad en Aceprensa cómo el partido alemán de extrema derecha Alternative für Deutschland (AfD), está viviendo una popularidad sin precedentes, con lo que supone de riesgo para la democracia y las libertades de los ciudadanos. En síntesis, no es ya un partido al que se puede ignorar y hacer el vacío, como si se tratase de unos exaltados de la antigua Alemania del Este, nostálgicos de tiempos pasados: se ha convertido en la segunda fuerza política del país, detrás de la CDU, bastante por encima en las encuestas que los tres partidos del actual gobierno de coalición.

AfD recoge el desencanto de los ciudadanos medios, incluidos agricultores y trabajadores de la industria: la sensación de que los gobiernos no se ocupan de sus preocupaciones diarias, que poco tienen que ver ya con la lucha de clases. La policrisis de civilización, en término acuñado por Edgar Morin, es migratoria, energética, climática, también económica y social y, sobre todo, antropológica. Y los esquemas ideológicos llevan a medidas que, en la práctica, no resuelven lo que más preocupa a diario. Pero la experiencia histórica muestra que la solución tampoco está en populismos, que además debilitan o, incluso, anulan libertades de las que no fue fácil lograr el reconocimiento.

El centenario intelectual francés apela a resistir contra una crisis de la humanidad que no consigue convertirse en Humanidad (con mayúscula). No sabe si la situación es desesperante o desesperada. Pero considera necesario resistir a la intimidación de cualquier mentira afirmada como verdad, al contagio de cualquier intoxicación colectiva. Resistir al odio y al desprecio. Preocuparse por comprender la complejidad de los problemas y los fenómenos, sin ceder a una visión parcial o unilateral, que rechaza cualquier incertidumbre en aras de la seguridad.

Pocos podían prever que Alemania se viera inundada de tantas protestas populares colectivas como las de las últimas semanas. Vistas desde la distancia, defienden masivamente la democracia pero, a la vez, incorporan argumentos populistas contra el gobierno, especialmente contra el pacto verde que contraría el bienestar de muchos agricultores. Estas manifestaciones coinciden en el tiempo con las francesas: primero, contra la imposición poco democrática de una ley impopular sobre inmigraciones; luego, contra la política agraria. Y, en el ambiente, aun sin formularse siempre expresamente, reflotan los euroescepticismos frente a Bruselas...

Mi sensación es que, en las calles de Europa, se refleja el fracaso de fundamentalismos a menudo contradictorios: el ideológico marxista que creó un hombre nuevo estéril y opresor; el étnico y xenófobo que ignora la humanidad que viene de lejos; el religioso de la sola scriptura, que no es la Biblia sino el Corán; el verde, con sus catálogos de especies protegidas y derechos de los animales que ignoran las consecuencias negativas de la irracionalidad; el jurídico de esos derechos humanos de tercera o cuarta generación que niegan en la práctica aspectos radicales de la condición humana; y no digamos los laicistas que abonan la perplejidad de Peter Berger ante la evolución de los tiempos: “la modernidad no se caracteriza por la ausencia de Dios, sino más bien por la presencia de muchos dioses”.

Quedan pocos meses para las elecciones europeas. La Eurocámara no deja de plantearse la consolidación de los valores y las libertades fundamentales, como reflejan las notas de prensa de la última sesión plenaria, a raíz de la aprobación en comisión del informe sobre el estado de derecho en 2023. Los eurodiputados están inquietos, con razón, ante amenazas a la dignidad, la igualdad y las libertades individuales, así como el avance de la corrupción. Perfilan recomendaciones específicas a Hungría, Polonia y Eslovaquia, pero también a Francia, Malta, Grecia, Chipre y España (con mención expresa a la ley de amnistía). Pero no acaban de superar algunas manifestaciones de fundamentalismos derivados de lo políticamente impuesto por minorías cada vez más poderosas, que pugnan por derechos no reconocidos en la carta europea.

Tal vez los meses que preceden a unas elecciones no sean el mejor momento para clarificar cuestiones complejas. Las campañas tienden a la simplificación. Pero Europa –más allá de modas y grupos de presión- no puede dejar de ser fiel a sí misma en el respeto de la democracia, el estado de derecho y las libertades fundamentales.

 
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