La superación de las inquisiciones ideológicas

Una periodista trabaja en una redacción.
Una periodista trabaja en una redacción.

No sé si resistirá el paso del tiempo la película La confesión (L’aveu), de Costa-Gravas, que llevó al cine en 1970 el libro con el mismo título de Artur London. Lo escribió en el exilio. Había sido viceministro de Asuntos exteriores de la Checoslovaquia, satélite de la Unión Soviética. Fue condenado en los procesos de Praga de 1952 a cadena perpetua en el llamado proceso Slansky, rehabilitado en 1956 y nacionalizado francés años más tarde. Salvo error, por mi parte, no perdió su fe en el comunismo, aunque se opuso con claridad al estalinismo, también después de la muerte de Stalin.

El film describía muy bien cómo eran los procesos penales soviéticos, el sistema inquisitorial llevado a extremos impensables para los inquisidores europeos del quinientos. El acusado está condenado de antemano, y todo el procedimiento se centra en arrancar la confesión de crímenes –como en este caso- que no se han cometido, pero sirven a la gran causa del hombre nuevo. No se ahorran privaciones ni torturas para conseguir que el reo acabe confesando el texto impuesto por sus carceleros.

Recuerdo que se me saltaban las lágrimas con las escenas finales de los tanques rusos entrando en las calles de Praga, ante la impotencia de los ciudadanos, protagonistas exhaustos de la primavera de 1968. Imagino que Costa-Gavras incluyó esa secuencia como un último rasgo biográfico de Artur London: regresó de Francia a Checoslovaquia animado por la primavera de Praga y llegó el mismo día en que el país era ocupado por las fuerzas del Pacto de Varsovia.

A finales del siglo pasado, se contraponía con frecuencia el materialismo dialéctico –herencia de Hegel y Marx, vigente en países al oriente del Muro hasta los confines de China-, con el materialismo práctico, cada vez más expandido en el próspero occidente. Algo semejante, mutatis mutandis, sugiere hoy la observación de sucesos recientes que violan o amenazan derechos humanos y libertades básicas: sigue vigente la inquisición jurídica en muchos Estados, especialmente en China y Rusia, como procedimiento legal que desconoce de hecho la presunción de inocencia y las mínimas garantías procesales; puede ir acompañada o de la inquisición mediática –lo específico del occidente actual-, que condena a muchas personas en los medios de comunicación sin haberles escuchado ni dado oportunidad para defenderse. Puede ser muy difícil demostrar la inocencia frente a una acusación sin pruebas que ignora otro principio esencial: la prueba corresponde a quien afirma.

Sucede, incluso, que administraciones públicas de países desarrollados utilizan instrumentos jurídicos —que deberían ser neutrales— para llevar adelante intereses más o menos personales o partidistas. Así, a la vista de la evolución del caso Hunter Biden, no es necesario ser amante de complots ni conspiraciones, para pensar que el FBI o la CIA —y grandes medios de comunicación de Estados Unidos— no fueron nada imparciales en los meses que precedieron a las elecciones de 2020.

El inquisidor mediático acusa desde su perspectiva ideológica, que zanja las cuestiones de antemano. Es más, amplía su condena, calificando negativamente cualquier manifestación del inculpado en defensa de su inocencia. Lo lleva a las cuerdas, como en un combate de boxeo sucio. No deja resquicios. Y está tan metida en algunas idiosincrasias la mentalidad inquisitorial que nadie protesta cuando organismos diseñados para la defensa de todos –FBI, policías, fiscales, gobernantes-, toman parte y dan a los medios informativos enjuiciamientos o noticias que, si están contrastadas, sólo deberían hacer llegar a instructores procesales independientes.

El colmo es la inquisición universitaria, negación de su esencia, por mucho que brille temporalmente. No tendrá mucho futuro la Universidad de Harvard, aunque de momento ocupa los primeros puestos de los rankings más conocidos, si no va adelante el movimiento surgido entre un grupo aún pequeño de catedráticos para salir del foso de la falta de libertad: en el sondeo anual de la fundación Fire, que puntúa diversos aspectos de la vida en los campus, ha recibido un cero, que le coloca en el último lugar de la tabla de la libertad de expresión. No serán necesarias medidas tan drásticas como las de Ron DeSantis en Florida. Bastaría proseguir el camino abierto en 2016 por la Declaración de Chicago, promovida por la junta de gobierno de esa universidad de Illinois.

Porque, antes o después, y salvo raras excepciones, acaba prosperando la búsqueda de la verdad, por mucha fuerza cultural o política que hayan tenido en su momento las actitudes y prácticas inquisitoriales.

 
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