La UE garantiza la paz defendiendo el estado de derecho

La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen.
La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen.

    No es necesario recordar la importancia del fútbol en nuestra cultura. Ni la dimensión económica que ha alcanzado en los últimos tiempos. Hasta el punto de que haya debido intervenir la justicia europea para defender principios jurídicos básicos relativos a la libertad de empresa. Aunque el tribunal de Luxemburgo no podrá asegurar por sí solo que el apoyo a la competencia sirva para alegrar las competiciones. Porque tal vez, aun siendo un deporte de masas, el fútbol aburre hoy a no pocos. 

    Es mi caso. De joven, acudía casi religiosamente los domingos a los partidos, una semana en el Metropolitano, otra en Chamartín. Mi buen padre pagaba el carnet a sus hijos mayores, convencido de que en el futuro elegiríamos libremente a uno de los dos grandes equipos madrileños. Pero hoy y ahora echo de menos nuevas reglas, como las de otros deportes, que castigan la falta de premura en los saques de fondo o de banda, o el campo atrás, o la pasividad. Pero, aun con las limitaciones conocidas del libre comercio, todo puede mejorar si hay competencia: en este caso, no se trataría de abaratar precios, sino de aumentar la competitividad deportiva.

    Mucho más importante fue la decisión del pasado 5 de junio del tribunal europeo, que declara contraria al derecho de la Unión la reforma de la justicia polaca de diciembre de 2019. Es una victoria de la Comisión de Bruselas frente al anterior gobierno de Varsovia, en materia de justicia independiente e imparcial. El ordenamiento de la UE prima sobre los derechos estatales. No se admiten tradiciones jurídicas nacionales, ni una jurisprudencia interna –ni siquiera constitucional-, frente a las exigencias del ordenamiento común.

    Por otra parte, la Eurocámara valora anualmente los informes de la Comisión sobre el estado de derecho en los diversos miembros, porque forma parte de la identidad esencial de la Unión. Y en su sesión plenaria del pasado 30 de marzo, advirtió ya sobre las tendencias preocupantes en el conjunto -la situación específica de algunos países- que se observan en los últimos tiempos. El Parlamento observa con inquietud cierto declive democrático también en Grecia, España y Malta. Respecto de nuestro país, los eurodiputados sugieren a la comisión que valore con más detalle la independencia de la justicia, las últimas reformas y las dificultades sobre el nombramiento de los miembros del consejo del poder judicial.

    Pronto tendrá que ocuparse también de la deriva francesa, salvo que el Consejo Constitucional de París no remedie los principios de la reciente ley de emigración. Varios expertos han denunciado en la prensa que son incompatibles con la carta magna de la V República y con el derecho de la Unión. Advierten que la relegación de libertades fundamentales enlaza con una perspectiva iliberal, que afloraría cada vez más en el modo de ejercer el poder Emmanuel Macron. 

    Escribo en Navidad, tiempo que invita más que nunca a la paz, a la solución de conflictos. Está ya próxima la Jornada Mundial de la Paz, que el orbe católico celebra el día primer de año, desde al menos el pontificado de Pablo VI. Muchas facetas dibujan la lucha por la paz, pero resulta imposible olvidar la más esencial: la paz es fruto de la justicia, que tiene como objeto el derecho que da a cada uno lo suyo: así todos quedan en paz.

    En materia de estado de derecho, parecen no entenderlo ni las izquierdas radicales ni las ultraderechas a causa de sus dogmatismos de signo distinto: la cínica autorreferencia a una superioridad ética o la falsa creencia en dogmas temporales (que acusan injustamente de una debilidad moral a la derecha o al centro). Me aterra, por ejemplo, que la transformación digital y procesal de la Administración de Justicia y de la función pública se realice en España por un decreto-ley de centenares de páginas..., que no se caracterizan a mi juicio por la claridad.

    En el sistema democrático, el poder emana del pueblo, no del trono ni del altar. Pero, desde Montesquieu, se construye mediante una prudente separación y reparto de poderes: con una raíz única, la justicia florece en sus diversas ramas. Se intenta evitar así la supremacía de la estirpe, la tiranía de la opinión o la dictadura del proletariado: justamente, para defender al pueblo, incluso, de eventuales desmanes propios. Siempre al servicio de la paz, de la concordia.

 
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