Apocalypse Now

Soy consciente de que en estos tiempos de infra cultura del flash, cualquier divagación filosófica con un guiño ontológico o metafísico es una extravagancia intelectual. Pero más surrealista se me antoja abstraerse de la realidad, estando como está el mundo tan desnortado.

Llevarse a la boca cada mañana, junto al croissant y el café con leche, los periódicos del día, se está convirtiendo en un ejercicio suicida de sadomasoquismo. Al ritmo de calamidades que vamos, las diez plagas de Egipto van a quedar relegadas a una anecdótica antigualla bíblica: la sangre de los muertos fluye a borbotones en las calles de Tailandia, Afganistán, Somalia o Pakistán; las ranas croan como leones en una parcela sin construir, víctima del ladrillazo, del horrible barrio madrileño de Sanchinarro, donde a poco que apriete el calor los mosquitos se convertirán en elefantes; los animales silvestres trepan con impunidad por las gárgolas de Wall Street; la pestilencia a to lo nacío se ha adueñado de los andenes del metro en hora punta; la granizada de fuego está por venir de África como la Roja no gane el Mundial; a falta de los langostinos de Sanlúcar de Barrameda, las langostas vuelan de camino dispuestas a convertir en oscuridad el recurrente tópico del cielo plomizo de los locutores de tercera que transmiten las corridas de San Isidro; y la muerte de los primogénitos, que Dios no la quiera, era lo único que nos faltaba para pegarnos un tiro en el pie o inocularnos un supositorio por vía oral.

No atravesamos por la enésima crisis económica desde la cruda crisis del crudo de 1973, sino por una crisis estructural del sistema. La diferencia con respecto a la caída del Imperio Romano radica en la involución que supone, como predijo Plauto hace 2.200 años (y luego copiaron Thomas Hobbes y Francis Bacon), el cumplimiento del aforismo Homo hominis lupus. O sea, dicho en el román paladino de Gonzalo de Berceo: el hombre se ha convertido de nuevo en un lobo para el hombre.

Es difícil recurrir al optimismo antropológico kantiano en busca de una justificación consoladora de afligidos ante tantos contratiempos. Pero más imperdonable me parece ponerse la venda como una momia egipcia ante la sucesión interminable de despropósitos que amenazan con empañar el anhelo vital de felicidad del hombre, que a un tiempo es víctima y causante de tanta desdicha, como consecuencia de su propia imbecilidad.

El famoso “yo soy yo y mis circunstancias” de un Ortega y Gasset influido por Heiddeger no deja de ser un triste consuelo para los nuevos abrazacredos del existencialismo. Pero cierto es que resulta más fácil ser nihilista que iluso optimista infundado como nuestro incompetente presidente del Gobierno o como el inane líder de la oposición, que ni siente ni padece, como tantos culiparlantes que acomodan sus posaderas en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo. Si no le echan neuronas, bueno sería que al menos le echaran gónadas, es decir, cojones, para sacarnos de este cataclismo del que son, si no autores materiales, sí cómplices necesarios por omisión voluntaria del ejercicio de sus responsabilidades.

La solución no está en las recetas milagrosas de los gurús fundamentalistas que pueblan las cátedras universitarias y las escuelas de negocios, incapaces todos, no ya de prever los ciclos de la economía que tanto juego le dieron al tal Schumpeter, sino de extraer conclusiones válidas de hechos pasados que ayuden a afrontar con garantías de acierto y éxito los desafíos que están por venir. 

Así las cosas, de los siete pecados capitales enumerados por Santo Tomás de Aquino, he llegado a la conclusión de que el más imperdonable de todos es, sin duda, el de la codicia, de dinero y de poder, merecedor, cuando menos, de la condenación eterna. Comparado con la avaricia de Mammon, el vicio de la lujuria hasta tiene un pase de pecho; la gula de Belcebú, señor de las moscas y Príncipe de los demonios, lleva en la gordura la condenación, y tiene remedio: una estricta dieta de adelgazamiento a pan y agua en lugar de un lingotazo de güisqui de malta escocés; la pereza es la virtud de los revientacamas, y se cura con una ración de penitencia picando piedra en una cantera; la ira es una válvula de escape de la mala leche que se le pone a uno al contemplar el paisaje de desolación social; la envidia tiene su aquel literario en el Leviatán del Génesis o en el purgatorio de Dante donde a los envidiosos les cosen los ojos para que se jodan; y la soberbia luciferina es el consuelo de los gilipollas que se creen Tarzán de los monos y en realidad sólo son unos mamones.

Pido disculpas por el torrente de barbaridades que acabo de escribir de corrido sin ánimo de ofender a nadie, aunque más de uno habrá que se dé por ofendido. Pero me he quedado de a gusto como cuando la noche del pasado miércoles presencié in corpore la histórica victoria del Atleti en el Arena Stadium de Hamburgo. ¡Menos mal que nos queda el pan y el circo!

 
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