El sistema Azorín - Un espíritu selecto – El dolorido sentir, la bella prosa – Golosinas navideñas (I)

Azorín en los veladores de París; Azorín viejo, por Santa Ana, de merienda en el Suizo y de vuelta a casa para culminar el folio de quien fue escritor de un folio al día. Siempre fue más venerado que leído. Azorín cogió con veinte años una pluma y desde ese instante fue maestro: tuvo tiempo, en la juventud, de caer en el anarquismo y escribir alguna fruslería, quizá para que los demás no nos juzguemos con dureza. Los años le quitaron de la militancia en el ideal, un poso romántico muy noventa y ocho. De Azorín queda ante todo el escribir como escribir y no como tantas otras cosas que se le parecen y no son. En el debate del manejo de la sensibilidad, su literatura tiene un norte de belleza y ‘una preocupación por el poder del tiempo’. Será literario ‘ma non troppo’, porque la literatura es fatalmente literaria. Por supuesto, Azorín no es para espíritus apresurados. No es un deslumbramiento sino un alumbramiento.

Renunció a la brillantez, renunció al humor, a la ironía, hasta generar en torno a sí una transparencia, una delgadez hasta la desnudez. Coqueteó con el cosmopolitismo y la hombría de mundo para saber muy pronto que escritura es soledad. Llegó a la contemplación por la observación. En tan larga prosa hubo tiempo incluso para ser el mejor cronista parlamentario de su época. De Azorín constan tanto sus limitaciones que una avaricia negó el aplauso a quien sería una categoría del gusto, amante demorado del mundo pero a la mejor distancia, moderno por eterno. Como Pla, supo que la prosa es un ritmo para una idea. La escritura es un vérselas con la imperfección de la inexactitud pero con Azorín la literatura llegaría a una perfección a través de las sinuosidades de la sugerencia, de tanto silencio entre sus líneas, del adjetivo irrevocable. De la pared de una casa dirá que es ‘de un blanco casi azul’. Tuvo algo de pincel amante esa bella pluma de Azorín. No por francófilo fue menos hispánico, desde sus evocaciones de casinista levantino hasta los hondones de Castilla. Pasea inolvidablemente por París. De Azorín casi querríamos más sus ojos que su pluma, un poco de su ‘tempo’: no son pocas las horas de placer que dediqué a Azorín años atrás, para cifrar el amor por el mundo y su desprecio. He ahí la literatura como don de lágrimas. En realidad, si Azorín renunció a la brillantez, fue por la perfección o por esa variante de la precisión.

Azorín es todo lo contrario a las noches en blanco, a la prosa escrita a coces, a los nuevos malditismos, a la publicidad con vocación poética, a la política sin ‘nuance’, a la militancia, a las series españolas de televisión, a los filósofos con pose interesante, al exhibicionismo literario, a la literatura de aromaterapia, al pastiche semiculto, a la neo-ñoñería, al lujo democrático, a los museos para necios y a las aerolíneas para pobres, a la educación sentimental entre la secta pedagógica y los videojuegos, al cine de extrarradio, a las franquicias de restaurantes panasiáticos, a esa vulgaridad que engulle Europa y que es su mayor mal. Azorín, que tuvo sus diez minutos de esnobismo, fue en todo un espíritu selecto. El mundo pasaba y Azorín lo veía, sabiamente encadenado a su buró, sin más aspiraciones que las de un buen burgués. Observó que en la pulcritud hay más verdad que en la elegancia. Por mi parte, no creo haber renunciado a ninguno de los hedonismos de la vida pero me pasma que el lujo sea Gucci y no Azorín.

Aunque sea inútil, habrá que buscar una belleza en la prosa, por más que el estilo como simple expresividad dé para lo que dé. Si se anula el afán por la belleza, se anula la capacidad de trascendencia, se anula –en realidad- la posibilidad de pensamiento. Quizá en nuestra España no queda casi nada azoriniano, salvo esas iglesias que vemos al pasar, por una carretera de provincias, con el pueblo en torno con casas como pollos que ha reunido la gallina. Alma de mi alma, vida de mi vida: descubro en un apartadizo de una librería el hueco de los libros del maestro Azorín. Faltan hoy maestros de la prosa, consistencias estéticas. Ahí queda José Martínez Ruiz, venero de tanta hondura, de tanta belleza que encontró palabras, 'dolorido sentir' perdurable en el tiempo, a partir de una hoja volandera de periódico. De Chateaubriand a Balzac, de Villon a Garcilaso, Azorín es el único tema y el único escritor del que he escrito un par de veces, quizá porque es el único que me hubiera gustado ser. Merecía mayor autoridad en la alabanza.

NB: No soy partidario de las explicaciones pero un impulso de inhabitual urgencia me lleva a escribir –a reincidir- sobre Azorín. Tenía algo escrito sobre foies, sobre vinos, sobre la ternura del mazapán. Entiendo que el articulismo debe ser estacional, como la fruta.  Por eso expongo a continuación parte de lo escrito, para seguir la semana que viene con otras observaciones de experiencia sobre golosinas de comer y de beber, de leer y de comprar.

MOËT. Si usted, como todo el mundo, bebe Moët Chandon, hágase el favor de comprarlo caro. El motivo es que hay gente dolosa y mala y venal, que compra Moët por camiones y guardan por años lo que debe beberse fresco y joven, para tener un vivo rosario de burbujas y no una frustración. En fin, se dice Moët y no Moé: dicho lo cual, que cada uno lo diga como quiera y beba lo que quiera y reine Dios.

CAVA, CHAMPAGNE. El champagne es mejor que el cava por diversos motivos: a) lo llevan haciendo varios siglos más; b) la Champaña no es el Penedés; c) Pinot noir, chardonnay y pinot meunier no son xarello, macabeo y parellada. Este es el argumento esencial. Dicho lo cual, los cavas de Agustí Torelló Mata y Recaredo son a la vez serios y vivaces y –casi siempre- excepcionales. Creo recordar que tienen la fecha de degüelle. Si el cava es joven, el tapón hará un ‘pop’ espléndido, sonido que le prestigiará ante sus amistades si ese momento le coge hablando por teléfono. Cuidado con las lámparas, los techos y las órbitas oculares de la concurrencia. El Elisabet de Raventós, en Senzone, me ha parecido que tenía todo el placer que cabe pedirle a un espumoso. En general, mejor un cava bueno que un champagne convencional. Atentos a los nuevos champañas, de José Michel a Pierre Moncuit, lejos de las grandes casas tradicionales en difusión y en precio. Aun así, difícil no ver encanto en Bollinger o Pol Roger, también en sus cuvées más básicas.

ANGUILAS DE MAZAPÁN. Que haya una injusticia transversal y generalizada hacia el mazapán es algo que no debiera preocuparme –pero de alguna manera me preocupa o me hace barruntar graves pensamientos que transitan de la gastronomía a la teoría moral. Nuestro mazapán conoce calidades olímpicas por comparación al ‘marzipan’ europeo. A mí me habla de la repostería más veraz, la anterior al chocolate: si Connolly veía Europa en un membrillo, yo tiendo a ver lo mejor nuestro en los secretos concentrados de una almendra. Pocos tendremos oportunidad de probar el mazapán recién elaborado, recién salido del obrador: en general, no es un producto que –en su mayor sinceridad- pueda elaborarse sin un poco de caridad paciente. El mazapán, lo creamos o no, fue la sensualidad a la europea, la idea pura de golosinería. A mí me gusta sobre todo en esas anguilas de mazapán que cifran una cosmogonía y nos dan idea de comernos el capitel de una iglesia de Toledo. Quiero transmitir que hay que ser más justos con el sabor patrimonial del mazapán. Redescubramos su delicadeza.

TURRONES. La sospecha es que se compran turrones para no comerlos. Confesar debilidad por el turrón es como confesar debilidad por los calcetines blancos, algo así como un mal paso social, aunque en el caso de debilidad por los polvorones, todo sería más grave. Ciertamente, la mayor parte del turrón que se encuentra proviene de miel impura, féculas sospechosas y un mal recuerdo de almendra. Con el turrón se ha hecho mucha morería, como si fuera bueno por ser moro. La almendra nacional, eminentemente la almendra marcona, parece ser muy sensible a la volatilidad de los precios pero en realidad es un engaño: siempre es más cara. Para aprovisionarse de turrón, uno puede ir a una confitería con vocación de excelencia, pero el problema es que no quedan. Casa Mira es otra opción. Hay marcas comerciales de pequeña difusión, como Garrigós Ibáñez, o los monárquicos turrones castellonenses de San Luis, orlados con sus lises. Por hacer patria, también podemos recuperar el guirlache.

 

FOIES, PATÉS, PATOS Y OCAS. Los dominios del paté son dominios del sucedáneo y la sospecha. Parfait, mousse: una granja de patos no difiere en tanto de una granja de gallinas, y es muy cuco no indicar proporciones. Optemos por el ‘entier’, de un solo pato, de una sola oca. Por supuesto, hay patés de calidad incuestionable pero ahí conviene la duda metódica porque casi siempre nos hallaremos ante una emulsión de grasas no exactamente nobles. ¿Quién quiere eso en su organismo? El paté es, por definición, una elaboración menor y poco pretenciosa. En España, donde no hay tradición de patés pero sí de embutidos frescos, se dice en círculos restringidos lo de ‘carne en calceta, para quien la meta’, aludiendo a la picaresca inherente al gremio salchichero. Si no tiene quien le prepare una terrina de foie a su gusto, hay buenos micuits nacionales e incluso un poché micuit para los sensacionalistas del sabor. El bizantinismo se exacerba si además atendemos a la procedencia del hígado fresco o congelado para la elaboración casera. Lo que quiero decir es que tomar foie y paté es siempre un acto de fe por nuestra parte. Puesto que hay que aconsejar, opten por Lafitte o por Castaing y no tomen la oca ‘sarkozy’ –francohúngara- de Rougié. Paté es un genérico abusivo.

FOIE DE PATO CON OSTRAS AHUMADAS G. BESSE. Hay excesos injustificables, aunque pocos. Este es uno. En realidad, el foie ni siquiera necesita un trufado que sirve no sé si como amplificación o como contrapunto. Creo, en cambio, que el foie casi siempre agradece la acidez de una fruta en confitura para engañar a la grasa en el paladar. El tema es extenso. Como consideración general, hay una aceptación acrítica de todo lo que lleve la palabra ‘foie’ y eso produce aberración: no sé si he visto o he soñado algún postre con foie. Desmitifiquemos el foie. Es bueno, es excelente –pero que no nos haga perder el señorío. Tras mucho experimento, creo que no hay nada mejor que el vino de Sauternes para el foie. El 88 es buena añada. Foie con Sauternes es una simplicidad sublime. 

OCA, PATO. La pregunta de oca o pato es como la pregunta de rubias o morenas. Seamos laxos al respecto. El foie de oca tiene reputación de mayor finura porque –precisamente- tiene mayor finura. El foie de pato es más rústico. En Francia, donde hay oca no hay pato, y al revés. Back to the basics, yo prefiero el pato porque estoy convencido de que es mejor objetivamente –y este es un debate que puede ponerme violento y radical. 

VALBUENA. Si usted es concejal de urbanismo –si usted tiene esa suerte-, seguramente este será el vino que le manden las constructoras por Navidad. Es de Vega Sicilia, el tinto de quinto año. Es un monumento nacional, un patrimonio bebible y un timbre de honor para ir sacando pecho por el mundo. Parece mentira que en España se hagan cosas tan buenas, tan perfectas, y que no sean buenas y perfectas por casualidad o milagro. Creo que Valbuena es el estándar de los vinos españoles, es decir, creo que hay que juzgar los demás por respecto a él: los mejores y los peores. En fin, Vega-Sicilia, en lo más hondo de Castilla, vale por varios libros de regeneracionismo. La añada 2002 está casi agotada y me apena pensar que lo vaya a beber gente para la que no signifique nada y que mojará en él su langostino: de la añada 2002 se prevé toda bondad porque Vega-Sicilia decidió no elaborar su Único y eso mejora su Valbuena. Valbuena es el vino entre otras cosas porque se puede comer con él. Los hay mejores pero no son Valbuena.

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