Azorín y los viejos maestros

La literatura es también una extensa comunión de los santos que reúne a los vivos y a los muertos, junta escritores de tempo lento y escritores de tempo rápido y mezcla la herencia recibida con la expresión de la individualidad. Así se entienden esas pervivencias subterráneas que comunican con fecunda simpatía a Bécquer con Cernuda, a Joubert con Eugenio d’Ors o a Montaigne con Azorín.

Más atrás tenemos en Virgilio al prototipo de maestro, cuando acompañaba al Dante por corredores de ultratumba o socorría a Petrarca en su muerte feliz. Con una vivencia de la cultura noblemente alejada de la mitomanía, la especie ya perdida del hombre de letras siempre supo que el escritor y el lector participaban con matices no tan distintos en una misma voluntad. Eran también tiempos felices en que ni la literatura era inútil ni la poesía tenía que prologar una revolución.

Azorín esmaltaba con su prosa un solo folio al día a fin de llenar de sentido su rincón de la mañana siguiente en el ABC. Después nos gusta la prisa de Stendhal, Morand o Santa Teresa tanto como nos puede gustar la morosidad de Azorín, Proust o Miró, pero escribir sigue siendo aproximadamente lo contrario de decir lo que a uno se le ocurre: hasta el artículo más circunstancial termina por ser un palimpsesto donde el germen de la inspiración primera queda refinado en “la obra bien hecha”. Estas son lecciones de los viejos maestros que empezaron por enseñarnos a leer y terminaron, de algún modo, por enseñarnos a vivir.

Todavía recorremos con emoción los libros de Azorín, con el espíritu movido por la sensación de tanta deuda y con la esperanza de que la condición de “pequeño filósofo” pueda ser más que un vano anacronismo. Volver a Azorín es un aviso para no rebajar la exigencia ahora que somos más cómodos y menos cultos y tenemos un plazo de media hora para terminar un artículo o subir un apunte al blog.

Encorvado por la vejez, monda la cara en anticipación de calavera, Azorín se esforzaba aún jovialmente por ir al cine o pasear por el Retiro, mantenía el hábito amoroso de la crónica y la cautela de saber que el norte verdadero es el discernimiento. En el tránsito que lleva de su juventud equivocada a su vejez fecunda, Azorín descubre esas correspondencias que entroncan realidad, verdad y vida entre los márgenes de un libro o por la soledad mesetaria de un pueblo castellano. De paso, también sabrá que la literatura, más allá de un placer o de un trabajo, es ante todo una felicidad.

En realidad, se trata de adentrarse en la trama de una literatura que también es pensamiento o de un pensamiento en forma de literatura. Azorín es aquí un perfecto contraveneno frente a la inanidad universitaria, la oposición de una literatura con alma frente a la literatura exangüe en versión culta o popular.

En el impasse de una vanguardia que se repite como pastiche desde estas presuntas atalayas de la historia, Azorín es uno de esos viejos maestros que supieron vivir en soledad sin misantropías, en comunicación del presente y del pasado para nutrir su voluntad de clasicismo en una tradición inagotable. Luego, que cada uno escoja sus Virgilios.

 
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