En el Báltico

La Gaceta ha pescado al Secretario General de CCOO en un crucero de lujo por el Báltico. Las fotografías han provocado cierto revuelo en la derecha española. No entiendo por qué. Sólo son unas humildes vacaciones en el mar. Las imágenes que muestran al sindicalista en la cena de gala del barco no tienen nada de escandaloso. La polémica es artificial. Otra cosa sería que Toxo apareciera atrincherado en su camarote, participando en una guerra de nécoras y percebes con la tripulación, dándose un baño de caviar, o arrojando por la borda patitas de centollo para alimentar a los delfines. Pero ninguna de estas actividades de ocio sindical contemporáneo ha sido fotografiada. Así que no veo motivo para tanta alarma.

No tengo nada que objetar a las vacaciones de nadie. Si alguien me espiara en las mías, descubriría cosas terribles. Por ejemplo, que cuando quiero pasar inadvertido en el pueblo, oculto mi rostro tras un sombrero de ala ancha y silbo corridos mexicanos, que la única razón por la que entro en el Foster’s Hollywood es el sublime Toffe ‘n’ Cheese Cake, y que, cuando salgo de noche, me pone de muy mal humor que me sirvan el ron en esos vasos gruesos tan caros que los camareros reservan para la gente mayor y respetable, entre otras cosas porque yo, ni lo primero, ni lo segundo.

Toxo hace muy bien en disfrutar de la vida. Si yo estuviera en su lugar, no me iría unos días de vacaciones a un crucero de lujo. Me compraría el barco para tenerlo todo el año. Tal vez, pasar el día a día en alta mar sea un poco incómodo. Con marejada, enhebrar una aguja, ponerse una lentilla, o tratar de recoger del suelo del baño una pastilla de jabón puede convertirse en un suplicio. Y si llueve, la terraza no resulta precisamente acogedora. Pero en cambio, en un barco, el trabajo cotidiano de secretario general se vuelve más llevadero. Por ejemplo, si un día te rechazan una de las quince subvenciones que habías solicitado, y te sientes profundamente irritado, puedes descargar tensiones lanzando por la borda a parte de la tripulación. Hay muchísimos y van todos vestidos iguales. Es especialmente divertido tirarlos en zona de tiburones. Puedes imaginarte que los marineros son los empresarios, y los tiburones, la clase obrera. Ñam, ñam. Nada más relajante. Tras el espectáculo, una duchita y a la sauna, a ojear de nuevo el BOE, a ver si al menos ha caído la pedrea.

Lo malo es cuando llega el tiempo de trabajar de verdad. Comprendo el drama. A mí también me parece aterradora la idea de levantarse de cama antes de la hora de comer. Pero el compromiso es el compromiso. Y un día cada cuatro años, la huelga es ineludible. Reconozco que roza la tortura tener que regresar del Báltico, bajar del barco, enfundarse un vulgar pasamontañas, y dedicarse a cortar carreteras. Por no hablar de lo desagradable que resulta ponerse perdido de silicona para intentar que Manolo, ese despreciable burgués que vive de vender periódicos de sol a sol, no pueda abrir su quiosco. Pero el deber es el deber.

Comprendo a Toxo más que nunca. En las actuales circunstancias, organizar una huelga contra la oposición es una maniobra complicadísima. Imagino sus noches sin dormir en alta mar, intentando no plegar velas pese al monótono runrún del barco, con la mesa llena de bocetos, buscando un eslogan capaz de culpar de los millones de parados al líder de la oposición. Y después planeando la forma de presentarlo en público sin romper en un ataque de risa en plena rueda de prensa, que queda feo. Y encima, mientras trabaja, arriba en la discoteca de la cubierta, la gente venga a bailar y a brindar hasta el amanecer, sin respeto alguno por la clase currante. Si Marx y Engels levantaran la cabeza, probablemente se acercarían a la barra y pedirían un vodka con limón.

Si yo estuviera en su lugar, abandonaría el trabajo nocturno, tiraría los papeles al mar, y me subiría a la cubierta a brindar por los pobres del mundo. Al fin y al cabo, en un país con casi cinco millones de parados, la huelga general se produce a diario sin necesidad de ninguna convocatoria especial. La gente ya no trabaja. No puede. Pero quizá, para saber esto, hay que bajar a la calle, encontrarse con la gente corriente, y sondear abiertamente sus problemas. Y eso, para los dirigentes sindicalistas de ahora, tiene ciertos riesgos. La última vez que uno de ellos se decidió a bajar a la calle, se incorporó, lanzó un pie al frente, tropezó con una tumbona, y se cayó al Mar Báltico.

 
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