Barbieri, Chueca, Bretón - ¿Es lícito todavía oír zarzuela?

Barbieri, Chueca, Bretón : los compositores de zarzuela han quedado en la desmemoria del callejero de Madrid pero fueron los últimos españoles en ser llamados maestros. Se trataba en buena parte de músicos superiores a su género pero la zarzuela permitía rapidez, dinero y la oportunidad de integrarse a un canon de lo popular. Mostrar hoy no ya un gusto sino una tolerancia hacia la zarzuela genera tantas excomuniones automáticas como si uno defendiera la cocina con mantequilla, la confesionalidad del Estado o la titularidad de Raúl. La ranciedad atribuida a la zarzuela puede generar espanto o gracia pero -al final- la zarzuela tiene la ventaja de las cosas que no hay que tomar muy en serio, más allá de lapsos musicalmente memorables, siempre desenfadados, con un espíritu que busca la purgación de lo sublime. “El asombro de Damasco” comienza con envergadura shakesperiana y termina con amigos y enemigos cantando a coro “vente a La Habana”. Que se sepa, la cualidad pegadiza de la música no es ningún defecto. Quizá la zarzuela debiera afrontarse como afrontamos la fabada asturiana o el botillo del Bierzo: la exclusividad lleva a la saturación pero un desliz de tiempo en tiempo se hace grato.

Esos teatros descascarillados donde se representa la zarzuela conservan todavía un espíritu que no tienen los nuevos auditorios –tan panteónicos- del minimalismo, del mismo modo que a las bibliotecas les van mejor los matices de la penumbra neogótica que la agresividad de la luz. En mi primer viaje a La Habana, con el teatro nacional en obras, aún sobornamos a un celador para ver las salas de ensayo en una ruina de gloria que nos habla de la desnudez esencial al teatro como milagro escénico. Es el gato que veía José María de Sagarra en la esquina de todos los escenarios de este mundo. En el patio de butacas, abrazados por los palcos, el recinto iluminado al mediodía ponía los destellos de fulguración de un pasado que fue fascinación y fue belleza. Por supuesto, el papel del teatro como parte de la sociabilidad de la época o de la fijación de vanguardias del gusto ha desaparecido por completo. Ya no queda un Stendhal lloroso en su palco ni un Nerval que mande desesperadas flores a una tiple; ya no hay un D'Alembert que pida la construcción de un teatro para afinar las costumbres. Aquel día, en La Habana, se representaba una zarzuela, como se representa a veces en un Nueva York de pronto tomado por los vareadores extremeños de Luisa Fernanda. Hay resistencias siempre.

Entre otras cosas, los músicos de la zarzuela devolvieron lo popular a lo popular tras su estilización académica. La vida no se parecía a la zarzuela pero terminó por parecerse, en un Madrid sabroso a agua de cebada. Añádase al folklore vernáculo la importación de otras músicas: el vals, la polka. Persisten versos con valor proverbial. Como el pasodoble, son tantas las piezas de zarzuela que quedan como un apego terrestre de la memoria, un atavismo entre el corazón y los masallás de la nostalgia, disparando siempre ese resorte de la música como lenguaje de la emoción. Esa música ligera permite una gloriosa manga ancha emocional, como una barra libre. Hay que agradecerlo porque no son tantas las cosas que nos permitan gozar de tan amplia hermandad, de unas demasías sentimentales sin vergüenza, con unas palabras –“ay mi morena, morena clara”- que saben percutir en el bulbo raquídeo hasta ponernos a vocear o a mover los pies con discreción en el teatro. He ahí la música como posesión, compatible con la banalidad de significación de la zarzuela. Sin duda, también hay un gusto al representarse al libretista componiendo ripios a toda prisa entre suripantas a medio vestir de venteras cervantinas o joteras de Aragón. Hubiese sido uno de los mejores trabajos de este mundo poner letra a zarzuelas de género heroico-regional: “El genio del montañés” o “Los castúos”.

“Tiene razón don Sebastián, tiene muchísima razón”. La zarzuela necesita con toda seguridad el acento correcto y ahí es posible que Plácido Domingo no haya sido superado todavía. El “¿Dónde vas con mantón de Manila?” aparece como una invectiva a lo Cicerón. Contra la gravedad del corazón, las músicas de la zarzuela tienen también el aliciente de llevarnos a teatros que todavía parecen teatros de muñecas. Quizá fuera deseable un estado de ilustración capaz de hacernos oír zarzuelas sin dejar el acid-jazz ni tener mala conciencia cultural. Por si fuera poco, las zarzuelas, además, acaban bien.

 
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