Blair, de Londres a Roma

El diálogo interreligioso y la paz en Oriente Medio están entre los píos propósitos del Blair que deja, después de diez años, Downing Street. Esas son materias que dan para una vida. También se ha de mudar a una casa más grande, tras experimentar la relativa clausura de la residencia oficial de los primeros ministros británicos. El último boquear del blairismo todavía ha sido activo para copar los periódicos: ahí ha estado un Blair de arponero de la prensa con la que antaño tanto romanceó, o en mangas de camisa, en la terraza del Justus Lipsius, como si llevara el mono de negociador hasta el postrer minuto. Energía nunca le faltó a un carácter tan mercurial que por momentos parecía hiperactivo, siempre con ganas de más, con ganas de figurar aunque fuera en calidad de mediador ahora que ya no queda Imperio. Simbólicamente, una de sus últimas despedidas le ha llevado a Roma, a una audiencia casi filial con el Papa. En todo caso, el ‘adieu’ no ha de retirarle a la paz de los claustros. De su juventud como actor amateur suele decirse que le quedó la avidez de escenario.

Las esquelas por el mandato de Tony Blair son de una espectrografía tan amplia que algunos lo ensalzan como el último político con valores mientras que para otros siempre fue un oportunista de ocasión. Telegénico, jovial, tuvo un papel para devolver la emocionalidad a la política. A su lado, en 1997, Alastair Campbell le susurró lo de “princesa del pueblo”. Con el tiempo, recalentería el romance laborista con la casa real. Posiblemente sea inevitable un auscultar obsesivo de las encuestas pero incluso para su propia merma supo recurrir a los principios: entre otras cosas, articuló con la mayor sinceridad el apoyo a Estados Unidos tras el once de setiembre, entendida la relación como relación de familia. Después sufriría el terrorismo en su país, en su ciudad, cuando aún intentaba figurar como amistosa contención de Estados Unidos en Irak. Para entonces quedaban ya lejos el ‘Cool Britannia’ y la moda ‘New Labour’ que amamantó a una generación de la vida pública británica al tiempo que la alquimia de la “Tercera Vía” transfería a la izquierda el cauce experimental de éxitos de la derecha. Eso le ganó tres elecciones aunque hoy se vea al líder tory David Cameron pastelear con alguna imaginería de la izquierda postmoderna. En realidad, tuvo mucho de novela en gran estilo el ascenso y la permanencia de Blair en el poder cuando tantos entre los suyos lo veían como una disidencia. Curiosamente, ni la educación ni la sanidad funcionan en Gran Bretaña pero Londres es todavía más de lo que era. Con Europa, simplemente no pudo ser.

Tan eficiente como oscuro, Gordon Brown queda como sustituto de Tony Blair en un papel con su dosis de fatalismo. Las victorias de Blair generaron su equivalencia en encono público, entre otras cosas por la digestión de Irak. Ahí no se sabe si Blair quedará al cien por cien como referencia del laborismo pues el suyo fue un thatcherismo pasado por la ‘retoucherie’: en el Spectator, Simon Jenkins escribe que su elección en 1997 sólo ha de quedar como un cambio de caras. Quizá fue un lifting político en toda su extensión, a derecha e izquierda, después de estirar no poco los postulados de la socialdemocracia para adaptarlos a las bases fundacionales del thatcherismo. Ahora parpadea para Blair la luz de Roma.

 
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