Botellones revival para pijos, padres y abuelos

El “botellón” tiene muy mala prensa. Causa un escándalo desmedido para lo que realmente es. Un grupo de gente que, en lugar de montar la fiesta en un piso o en un bar, la monta en la calle. En principio, no comete un delito quien participa en un “botellón”. No se bebe, ni se fuma, ni se daña más la salud en un “botellón” que en una típica fiesta de piso. En ocasiones, ni siquiera se consume en mayor medida que un pub o en una discoteca. Y en muchas ocasiones también, se consumen bebidas menos adulteradas. Más sanas, dentro de lo que cabe.   La mala prensa del “botellón” tiene mucho que ver con dos cosas: lo ruidoso del nombre coloquial que se le ha atribuido –ese “botellón” que parece hacer referencia a una enorme botella de güisqui- y, sobre todo, tiene que ver con la política de la venda en los ojos. Quiero decir que los que participan en un “botellón” le pegan a la botella –en el mejor de los casos- en lugares públicos, con descaro. A la vista de todos. Y esto molesta, sobre todo, a quienes prefieren imaginar a sus hijos bebiendo Trinaranjus Light en la discoteca, que toparse con ellos en plena calle sacudiéndole al maxi-cubata. A la vista de sus ojos y de los de cualquiera que pase por la calle.   -         He visto a tu hijo, en lamentable estado, bebiendo a media tarde en plena calle -         Ya lo sé, los convocó el tuyo, que es más gamberro aún, mediante sms masivo -         No me lo puedo creer -         Así son las cosas y así te las estoy contando   La realidad duele y hay quien prefiere taparla. Es injusta la fama que se la ha puesto a esta práctica tan extendida. Parte de esa fama se la ha puesto el gremio de hosteleros, conjunto peculiar donde, como en todas partes, hay de todo. Lógicamente ellos son los principales enemigos del “botellón”, aunque por razones muy diferentes a las de otros colectivos que se oponen a las reuniones alcohólicas en vía pública. Me identifico especialmente con quienes se oponen a ésta práctica por una simple cuestión de estilo, de buenas maneras. Se mire por donde se mire, beber y bailar en la calle –exceptuando marcos incomparables como acantilados rocosos y románticas playas en fechas muy puntuales- es una ordinariez de tamaño descomunal. Sólo comparable a la micción en contendores y papeleras a plena luz del día y al lanzamiento de hueso de fruta consumida por la ventanilla del coche en la espera del peaje.   Dicho esto conviene señalar algunos otros aspectos. La juerga callejera acarrea otros problemas que no tienen justificación posible. Por cuestión de convenciones más o menos justas, pero convenciones al fin, el derecho al descanso nocturno está por encima del derecho a la juerga. Esto lo entienden muy bien los vecinos de las plazas y lugares de reunión juvenil de las diversas ciudades españolas. Además la falta absoluta de educación de millones de adolescentes de las últimas hornadas, provocan todo tipo de desperfectos. Antes, cuando el “botellón” se hacía en casa de un amigo, el anfitrión se encargaba de proteger los jarrones chinos y las mesas de cristal. Ahora, en la vía pública, ningún responsable del ayuntamiento asiste a la fiesta –con excepción de puntuales patrullas de policía local-, por lo que a la hora de los destrozos todos los gatos son pardos. Idiotas los hay en todos lados: en los bares y en la calle. Otro problema, no menos importante, aparece vinculado a la guarrería de los pequeños juerguistas que, al término de su borrachera comunitaria, dejan el parque, la acera o la escalera hecha un lodazal.   He leído en la prensa esta semana que, en Inglaterra, a la desesperada, se han puesto a pensar en formas creativas de luchar contra el famoso “botellón”. Han decidido probar una medida muy llamativa. En los lugares donde suele llevarse a cabo esta práctica pincharán, por megafonía de gran potencia, todo tipo de canciones anticuadas, absolutamente pasadas de moda. Aseguran que los jóvenes, durante la fiesta al aire libre, no podrán soportar escuchar los éxitos que bailaban sus abuelos. Aunque algunas autoridades se muestran cautas con la medida y creen que cabe la opción de que los asistentes terminen por bailar con entusiasmo los éxitos de los 60.   Hay un precedente: los propios bares. En los pubs, es un recurso habitual, poner música lenta o pasada de moda cuando se pretende expulsar educadamente a la clientela para cerrar el local. La práctica funciona perfectamente. Ahora bien, si todos los pubs pinchasen desde primera hora grandes éxitos de los 60 no sé lo que sucedería.   Aquí en España tengo bastante claro que la medida sólo conseguiría disuadir a esos grupitos, más bien marginales, que organizan sus “botellones” con sus “casetos” y sus músicas extrañas, para poder bailar lo que no les ponen en ningún bar decente. Pero el “botellonerío” malloritario, que es mucho más pijo y hortera de lo que se piensa, no tendría problema alguno en tajarse coreando al Dúo Dinámico, a Raphael o a Juan Pardo, como en una macrofiesta de fin de año. Incluso aplaudirían la medida de poner hilo musical al banquete.   Erradicar sin más el “botellón” en las zonas en las que no se molesta a los vecinos, es un empeño tan inútil como prohibir las fiestas caseras. La única medida inteligente, es la de explicar con la mayor difusión posible, a los que lo practican, los males derivados del consumo abusivo de alcohol. Sobre todo entre los más jóvenes, los que no pueden entrar en los bares y por eso acuden a la calle. Ellos creen que a falta de pisos y salas de baile, buenas son las escaleras.   Pero olvídense de las campañas públicas del ministerio de sanidad y de la medidas policiales –sean totalmente represivas o sean de las que contribuyen a la fiesta con policías mitad agente, mitad djokeys, que deleitan a la audiencia con éxitos pasados de moda-, la raíz del problema está en la educación. Y la solución sólo puede hallarse en el seno de la familia. Esa contra la que tanto se atenta estos días pero que sabemos por experiencia que es pieza imprescindible en nuestra sociedad.   No duden que en España el botellón no es cosa de marginales, ni gente de pocos recursos económicos, aquí lo practican mayoritariamente los “niños bien”, con viruta de sobra, que son precisamente los amantes del pop de todos los tiempos. Pincharles música fashion de los 60 será apagar el fuego con gasolina. Y, si la medida llega a España, veremos, al final, si no se suman padres y abuelos al guateque en vía pública, multiplicando el problema. Si no me creen, tiempo al tiempo.

 
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