Escombros de nieve

Se da la circunstancia de haber nacido uno en Burgos, que es donde habita su familia y donde pasa por ende las fiestas navideñas, y se da también la circunstancia de que estos días en Burgos ha caído la nevada más copiosa que recuerdan las gentes de un siglo para acá –tres palmos comprobados, a unos veinte centímetros por palmo–, lo cual, considerando además que acaso sea Burgos la ciudad española más propensa a este fenómeno atmosférico, hace muy probable la circunstancia de que uno haya presenciado la mayor nevada de nuestro país en cien años más o menos. Y eso no puede uno dejárselo dentro, claro está. La nieve es un bien cada vez más escaso y por ello –inflación en el sector de las ilusiones– cada vez más caro de ver, ya que no de pagar, pues afortunadamente se nos viene a las manos sin tasa, como caído del cielo: caído del cielo. En la nieve, por ser blanca y por ser poso, late siempre una metáfora de infancia y, cuando llega, se la celebra y se miran sus briznas de agua con júbilo pero con algo de melancolía, como los habitantes de aquel pueblo de Amarcord –trasunto del Rimini natal de Fellini–, que salían en tromba del cine en mitad de la proyección para ver el espectáculo desnudo de la realidad, los copos cayendo sobre la plaza. De día, la nieve es una algazara de niños, es el muñeco, es la bola amasada y lanzada a mala fe, es el deslizarse por cualquier desmonte transformado en tobogán. Es la vida. De noche, entre un silencio espeso, la nieve es luna en migas –imagen de Umbral–, y la blancura sedimentada y extensa tiene algo de fantasmagórico. Desaparecen los contornos de las cosas bajo una misteriosa y espectral luminiscencia: «Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra», escribe Unamuno a través de la narradora de su San Manuel Bueno, martir. De noche, la nieve es la muerte o al menos una imagen de la muerte. Y con la necesidad de abrir de nuevo al tránsito caminos por el día, las máquinas van arrumbando en las orillas de las calles, en las isletas y en los ángulos perdidos de los parques grandes montoneras de hielo, cascotes apilados de una nieve ya sólida, negruzca y aburrida. Estos escombros de nieve me han traído el recuerdo de las ciudades invisibles que nos describía Italo Calvino, inverosímiles y bellas. Inverosímil y bello me parece, ahora que el sol brilla otra vez, salir de casa y figurarme que aquí mismo, en el Burgos de siempre, convivo con las ruinas de una cándida y pasmosa civilización que de la nada vino y a la nada volverá con el deshielo.

 
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