Estrenar la vida adulta – Consideraciones morales y reales – Breve coda de esperanza

Sabemos que llegó la edad adulta cuando el plan de los sábados no pasa por Berta y Bea y sus amigas sino por asistir al cumpleaños de un sobrino. Hay ahí montones de amiguitos, coca-cola para todos y algo de comer, mucha niña mona que lleva casada diez años con el payaso aquel del matasuegras, corros de conversación intrascendente y un ambiente ligero de tarta y de piñata. Al final, la fiesta infantil deja su posgusto de tristeza, con sus ingenuos motivos animales –osos azules, tigres simpáticos- y los globos rotos por el suelo y un curioso color mierda en las paredes. Por poco no te mandan recoger. Al volver a casa comienza el proceso amargo de la meditación: entonces piensa uno en los indicios ciertos, materiales, que marcan el paso de la juventud ociosa a la madurez responsable. Sólo consuela leer, en los sucesos de los periódicos, el género de noticias que comienza así: “Un joven de cuarenta y cinco años…” Vean aquí breves consideraciones sobre la edad adulta, con menos amargura que estupor:   Aparecen nuevas palabras en la vida: agencia tributaria, tensión arterial, ácido úrico, fondo de pensiones, etc.   La gente se muda a un lugar que llaman Sanchinarro.   Todo el mundo tiene un blog -y además los visitas.   El despacho es una hemeroteca ordenada por salvajes.   La gente te saluda, muy alegre: ¡Qué gordo estás! o ¡Hace quince kilos que no te veía! El enfado es napoleónico.   Crees que beber otro gin-tonic sería una imprudencia, pero al final no lo echas a las plantas.   Se desarrollan manías. Los vecinos se quejan, por ejemplo, de tu colección de basura.   Siempre resulta un placer estar solo, aunque no siempre sea un desagrado estar con los demás.   Muchos años después, al fin entiendes que si una joven escucha con atención lo que tienes que decir sobre arte abstracto, lo más seguro es que no le interese el arte abstracto sino tú. Uno se puede volver un soltero apetecible, estimable, cotizado. La reacción es ponerse a la defensiva.   Te cuesta creer que haya alguien más de derechas que tú. Por lo demás, sigues sin conocer a otro monárquico.   Descubres que las cucarachas prefieren el queso de leche cruda por la misma razón por la que las polillas van al cachemir. Lentamente, todo te devuelve a los psalmos penitenciales y al Libro de Job.   Al sonar el teléfono, siempre temes que sea Gallardón.   Piensas que eres un talento perdido para la composición de canciones ligeras y sentimentales.   Sabes que llenar la conversación de lugares comunes es la mejor manera de ganar la estima ajena.   Cada día hablas en voz más baja pero no por eso escuchas más.   La responsabilidad y la moral han perdido su carácter de abstracción para ser algo tan físico como levantarse a las seis de la mañana.   Te invitan a una fiesta y no vas. Intentas explicar la felicidad de quedarte regando las macetas. Todo cansa, menos el trabajo.   Se habla con admiración de cierta actriz novel que no conoces –una tal Julia Roberts- porque no frecuentas el cine. Gente que parecía respetable saca el tema de una serie de televisión que se llama “Aquí no hay quien duerma”. Vuelves, más que nunca, al Libro de Job.   Tu ávido librero te engaña por sistema, en la halagadora presunción de que eres rico.   Sientes una admiración ilimitada por tu vecino, que acaba de comprarse un Porsche descapotable, ejemplo de clasicismo tecnológico. Ves cómo saca, todos los sábados, el carrito de los palos de golf. Además del Porsche, tiene un cocker y una niña.   Comienzas a pensar que el tiempo es esa sensación que se tiene la tarde del domingo respecto de la mañana del sábado.   ¡Tan mayor, y aún Jünger te parece un pesado!   Al hacer un viaje muy largo –a comer en Toledo, por ejemplo- te despides con pena y con cariño de tus cosas, por si acaso. En general, detestas ir a sitios donde tal vez no encuentres tu agua mineral. Te propones escribir un tratado: “Filosofía del barrio”.   Te empeñas en apostolados infructuosos, como la propaganda del Gin Giró o la lectura del ABC, o el programa de folklore que tienen, en Radio Clásica, a las tres de la tarde del domingo. Dices: “¡El godello es el vino del futuro!” Y nadie te secunda.   Todo el mundo se cree con el derecho magnífico y gratuito de pedirte algo. Cuando alguien llama, es que algo quiere.   Lloras en todas las bodas. Cantas en la iglesia con radiante entusiasmo.   No sabes si los jóvenes te merecen más temor o más desprecio. En cualquier caso, los evitas.   Escribas lo que escribas, sabes que siempre tendrás un nuevo enemigo.   Evo Morales y Hugo Chávez habitan tus pesadillas. Ya no Saddam Hussein.   Los viejos te tratan de tú, las niñas te tratan de usted.   Dedicas larga parte de tu meditación a pensar en la resurrección de la carne.   Sospechas, quizá con razón, que este verano tampoco te cabrán los vaqueros de cuando tenías dieciséis.   Ya pasas más tiempo en la biblioteca que en ‘la botellita’.   Saber que guardas una botella de ‘La Grande Dame’ es algo que te pone en la cara una sonrisa tonta y golosa.   Cada vez lees a menos poetas.   Piensas que, cualquier día, tú también tendrás cuarenta años, y te parece una manera dolorosa de que las cosas vayan bien.   De algún modo, te obsesiona el pensamiento de que un ionizador puede cambiar tu vida.   Ves la sección de botellas medio vacías y sientes gran alarma. Después miras la sección de botellas totalmente vacías y la alarma es enorme.   Desarrollas complejas teorías en torno al punto de molido del café, que nadie sabe poner en práctica. Haces circular el rumor de que el café torrefacto es cancerígeno.   Sólo te gustan los restaurantes donde el dueño te llama por tu nombre.   Empiezas a mentir. Reservas en los restaurantes con nombres falsos: Robert Mugabe, sr. Obiang, F. Castro Ruz.   Hay cosas que ya no aprenderás nunca: planchar camisas, bailar la lambada, macroeconomía, chino cantonés.   Es el momento de las decisiones trascendentales, de futuro. Quién será tu florista, por ejemplo.   Seis meses después, pasas por el cuarto de la plancha y encuentras el cadáver de tu gato. Es el momento en que recuerdas que, efectivamente, tenías gato.   Tienes tu primera lumbalgia y evitas las visitas al médico porque te ves con todas las de perder. Buscas una farmacia para enfermedades bien y otra para enfermedades mal. En todo caso, consultas con provecho el imprescindible volumen “Mis cien medicamentos preferidos”, prohibido –inicuamente- por Sanidad.   Cada día eres menos Palace y más Ritz. Tienes un odio furioso por los nuevos hoteles con muebles de metacrilato.   Descubres por qué le llaman ‘santa’ a la paciencia.   Como cuando meten un gol al Real Madrid, guardas la esperanza de que todo sea un error y se repita. Y sin embargo…   Adivinas una sincronía perfecta, un rigor matemático, en comenzar la siesta y que suene el teléfono. Otros amigos llaman a las siete de la mañana de un domingo, a ver qué planes tienes para desayunar.   Envías tus emociones por ‘sms’ y retransmites los crepúsculos.   En tu nevera de soltero no ves más que un poco de salmón ahumado y champán de diario, y un resto cárnico que alguien dejó, hace años, por ahí, y ya ha fosilizado.   Sientes la Gran Traición de los amigos con novia. A cambio, les haces saber que te parece un poco fea y culibaja.    En los peores momentos das en pensar que, quizá, un poco de tai-chi lo arregle todo.   Todo el mundo tiene hijos, pero tú tienes sobrinos. Adivinas que la felicidad es un concepto familiar, que incluye desorden de niños y una mujer melosa y comprensiva, agradablemente gorda con los años, a quien decirle aquellos versos: “Eres como una joven, / una blanca polluela…” Piensas en el rostro que Dios modelaría para tus hijos. Todo favorece un notable embobamiento.   Al final, entre las fuerzas del desorden y el orden imposible, optas por la sabiduría de la costumbre. La piedad se ha vuelto lo natural y la crueldad es ya una sofisticación: lo contrario que en la juventud. Encuentras motivo para dar gracias, quizá porque –como decía Pla- la vida se empieza a amar cuando se empieza a perder.

 
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