Evocaciones y filosofías del Real Madrid - Club castizo y generoso – Fútbol de ayer a hoy

El tamiz del costumbrismo se hacía verdad e inocencia cuando aquella voz anfibia cantaba el himno del Madrid sobre un fondo de trompetas pregrabadas. Estaban las mocitas madrileñas, el ingenio del poeta que rimó Madrid con adalid cuando Chamartín mezclaba afueras y desmontes. “Veteranos y noveles, veteranos y noveles miran siempre tus laureles con respeto y emoción”. Esos ripios no están a la altura de cualquiera. Hablamos de valores de otro tiempo, cuando ser futbolista no implicaba de modo directo llevar el corte de pelo equivocado ni ser engañado cada semana por el sastre.

Años atrás, Di Stéfano terminaba de entrenar y –gran goloso- buscaba su asiento de siempre en la confitería Helen’s. El pastel de limón a la americana era algo ciertamente memorable. Coronado por la amable monarquía, el Real Madrid era de sus socios y por lo tanto uno se podía acercar a la piscina para tal vez encontrarse con Molowny. Se cuenta incluso que algún gran jugador llegaba en autobús a entrenar, cuando aún los inviernos madrileños eran fríos y los árboles estaban desmochados y sin alma, según fotografió Catalá-Roca. A los jugadores les valía más ser puntuales. El deporte no es lo que fue, y entre las odas de Píndaro y los titulares del “As” quizá se ha instalado capa tras capa de vulgaridad y de bruta carnaza para el pueblo. Sólo la gloria sabía igual que ahora, aunque el perfil neoclásico de la Cibeles se vea incómodo en la elástica y cada celebración alcohólico-antropológica deje cientos de heridos. Los que vivimos en el centro hemos podido ver que la comunidad ecuato-andina se ha convertido en masa al madridismo –y al vaso de “mini” en plena calle. Son los primeros pasos hacia la responsabilidad cívica.

“Club castizo y generoso”, el Madrid quiso tener siempre algún producto nacional. En concreto, algún producto de barrio. Ahí estuvo la mesocracia de Narváez, representada por Emilio Butragueño. Era el hijo de esa droguera que todavía sobrevive al Corte Inglés. Dentro de su inexpresividad, Raúl González es el muchacho de Villaverde –colonia Marconi- que vivió en un chándal hasta los veinte años. En Madrid dicen que hay otro equipo de fútbol pero la capilaridad del Madrid con los usos y costumbres de la ciudad, de la bella burguesía al extrarradio, es de una ejemplaridad total. Todavía, por las alturas de Chamartín llegan y llegan autobuses de provincias, en ambiente verbenero, de ruda alegría popular. Es el público que tendrá gustos de señorito en el Bernabéu, quizá no tan distinto en su emocionalidad del público que presenciaba las comedias de Lope y de Moreto. Esto ha permitido mantener una solidez institucional incuestionable, sin más proyección que el fútbol, que es un arte por el arte o –mejor- un juego por el juego, como un afán que se inventa. “Lo importante es pasar el rato”, decía Baroja, y así se puede quitar dramatismo a la retórica de los cronistas del deporte. El fútbol aún llena para tantos esas oquedades de la tarde del domingo, cuando el “carrusel deportivo” domina los patios de vecindad con algo que a veces nos recuerda al tedio y otras veces a la vida. Hay gol en Las Gaunas, un penalty al Español y alguien anuncia una marca de puritos. No se busque en el costumbrismo la elegancia.

A muchos no nos gustará el fútbol pero que gane el Madrid siempre es una tranquilidad –una demostración de que las cosas aún han de funcionar según lo razonable. El heroísmo desesperado del Madrid es que siempre tiene que ganar: su propia reverberación llena de temor y reverencia y los camareros de Caracas o de Tánger no nos preguntarán por la arquitectura herreriana, por la carta del Ritz para la primavera. Preguntan por ese Madrid que se metamorfosea como producto global, triunfa en Tokyo y se estudia en Harvard. Viejo Madrid que alegra a los abuelos y los nietos con la modestia del fútbol y las pipas, cuando el fútbol vuelve a lo que era.

 
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