Guía breve del Madrid galante (I): consideraciones generales

No sé si queda o no queda alguno de esos restaurantes admirables donde todas las cartas venían sin precio salvo la carta de quien iba a pagar. Era un gesto de delicadeza para que los comensales se pidieran las angulas sin cargo de conciencia o no tuvieran susto al conocer la cotización de la becada. Quizá sean códigos de otra época pero en el género del romance los restaurantes aún tienen buena parte del papel –al menos para ese tipo de personas a las que nunca nos ha atraído el senderismo.

En los restaurantes, la barbarie natural de la masticación y la deglución se ve amablemente sublimada por los usos de la buena cocina, la calidez del entourage y las mínimas liturgias del servicio. En términos de acercamiento romántico –de primer acercamiento romántico- los restaurantes son útiles para calibrar posibles rasgos de neurosis o si esa chica tan fina sabe o no sabe manejar la pala de pescado. Por lo general, si el azar corre a favor del amor, pueden surgir ahí momentos de emoción sin nombre y esa melosidad intensa del paseo de después, donde los tránsitos pacíficos de la digestión ayudan a la simple felicidad de ser y estar y las conversaciones y los corazones se reblandecen gratamente. La mecánica natural de las cosas lleva entonces a cogerse del bracete: el mundo es así –así de ñoño.

Aquí apuntaremos nombres de restaurantes que favorecen o impiden el idilio, con unas consideraciones liminares y una explicación exculpatoria.

Todo hombre, toda mujer, debe al final elegir entre el camino del celibato o la felicidad precaria y limitada -pero neta y real- de estar con alguien que nos mire con indulgencia, con asentimiento. No me tengo por tratadista en la materia y supongo que sé más de cocina que de romanticismo, quizá porque el romanticismo me interesa menos que la cocina o porque las botellas de Ruinart Rosé también se pueden beber con los amigos. La cocina es real y el romanticismo es evanescente. La cocina no cansa y sin embargo “cansa tanto ser amado”. Pese a todo, el imperativo biológico y teológico de la reproducción se ve graciosamente complicado por formulaciones variables que –en otras épocas- pasaban primero por coger de la melena, después por escribir largas romanzas y hoy pasan por buscar el sitio afortunado para cenar. Por otra parte, hay que ser un hombre insensible como un bloque de titanio para no estimar la compañía de una mujer inteligente: con certeza, es algo que nos suaviza y nos mejora, lejos de la ruda conversación con los amigos –un gallinero donde sólo hay gallos. El flirt es una circunstancia alegre incluso para los temperamentos más directamente saturninos aunque veamos de más interés el discurso abstracto de una mesa redonda sobre Irán que los lugares comunes del amor o las apreciaciones de lirismo en torno al brillo de la luna.

Cuando un hombre y una mujer entran en un restaurante, nadie parte del pensamiento de que son primos hermanos. Por el contrario, esa misma decisión de ir a un restaurante hace pensar –con o sin justicia- que hay en la superficie o en el fondo un pocillo de interés mutuo, de estimación golosa: si uno va con una amiga, el equívoco está ahí pero en otras circunstancias el trémolo es visible y expansivo de tal modo que el resto de la sala sabe que han entrado dos enamorados pegajosos a cenar. Como planteamiento estratégico, siempre hay que pensar que todo puede ser una catástrofe, que el vino puede mancharnos la camisa blanca, que el camarero puede regar de salsa de cordero los hombros suaves de la amada, que a la salida tal vez no haya ningún taxi y que el mundo, en definitiva, quizá se vuelva un sitio conspiratorio y hostil contra los triunfos del amor. El gremio de la hostelería tiene sus veleidades y es muy común que los dueños de los restaurantes se avinagren un tanto al recibir a parejas que van a tener más interés en mirarse a los ojos que en mirar al plato: lo ideal, lo ideal siempre es que pague la empresa y que concurran muchos para dar salida al stock del vino caro. Lamento la crudeza –pero es que es así.

Según las observaciones de la experiencia, no hay que sentarse –insisto: no hay que sentarse- a cenar sin haber tomado antes un aperitivo en algún lugar cercano. Valga esto de ceremonia previa y de pretexto para que la joven recurra al arsenal de excusas: “no tengo mucha hambre”, “me siento asténica”, “lo que me apetece es comer pescado” e inferir con sigilo desde ahí el rumbo de sus apetencias, el estado de su humor. En el mejor de los casos, el aperitivo ha de ser lo suficientemente alcohólico para abrir los caparazones y que la perspectiva de la cena sea la perspectiva de un trampolín de gozo ilimitado y no el tedio profundo de estar donde no nos apetece con quien no nos apetece. Por cuestiones de pragmatismo, yo siempre recomiendo reservar en varios restaurantes –no más de tres o cuatro- a la vez, para decidir sur le champ, aunque en mi caso he de reconocer que casi siempre decide mi egoísmo –es una atribución de quien paga la cena. Dentro de unos parámetros generales, el espectro de reservas es el siguiente: un restaurante de moda, otro restaurante seguro y permanente, un restaurante de cocina sin sorpresas y un restaurante de cocina exótica pero no tremendamente exótica. Hay que cuadrarlo todo para que esté en el mismo barrio –en el mismo barrio del aperitivo y en el mismo barrio del paseo y la copa de después. Por parafrasear a San Ignacio, debemos plantear la noche perfecta como si no tuviéramos a mano la improvisación y la Providencia: con frecuencia, sin embargo, ambas se conjuntan para la causa del amor –y ahí tenemos nuestras migajas de sentimiento, nuestros cien gramos de felicidad, a precio de langostino de Sanlúcar.

Hay una serie de ‘dos’ y de ‘dont’s’ en la restauración romántica. Como siempre, conviene no cegarse por el humo del corazón y plantear las cosas con paz –como uno plantearía una batalla. Según los casos, según la madurez del affaire, la sorpresa puede ser un aliciente o puede ser un naufragio. Siempre hay que manejar con cuidado las sorpresas porque, en realidad, a la gente no le gustan. Del mismo modo, a veces funciona sembrar expectativas y a veces sembrar expectativas –volvemos a lo mismo- es un naufragio. Por principio, deben evitarse de modo imperativo los lugares trop intimes, los grandes arrumbaderos de parejas a buen precio: no tienen buena cocina y el exceso de perfumes y palpitaciones en la sala puede ser violento y desagradable –de modo que den ganas de abandonar la comedia de masas e ingresar en una Trapa o volverse a casa a leer al Dr. Johnson. Los restaurantes de hotel, por contra, tienen un público inocuo por lo variado, y nunca faltan parejas cosmopolitas, empresarios mexicanos y un par de niños americanos culpablemente ricos jugando al escondite tras un tibor: seamos pues siempre discretos, que es la mejor manera para llegar a la deseable indiscreción y a la esencial falta de respeto que es toda comunicación amistosa. Los hoteles, además, permiten una entrada inmodesta por el lobby y a todo el mundo le gusta darse algo de gloria alguna vez. En definitiva, escojamos siempre sitios intermedios: no muy caro pero más bien caro, no muy moderno pero más bien moderno, íntimo pero no asquerosamente íntimo. Ya que el amor es casi tan inevitable como el odio y el disgusto, no perdamos al menos un poco de pudor, las buenas maneras, las pautas mínimas del gusto.  

Lo óptimo es tener restaurantes de confianza donde el dueño o el maître nos conozcan y pasen por alto que la semana pasada llevamos a otra amiga allí a cenar. En caso contrario, el personal experimentado entiende con una sola mirada de imploración que deseamos que no nos estropeen la dulce tensión de la velada. Por supuesto, la regla general es ir donde uno ya ha ido, incluso con el escepticismo que da el saber que, una de cada tres veces, nos falla el restaurante más perfecto. En la medida en que sea posible, conviene elegir una cocina inofensiva y no una propuesta radical: pensemos, por ejemplo, que toda historia de amor tiene por detrás su pequeña historia de restaurantes italianos, de pizzas para dos, de cata compartida de tiramisú. Con las excepciones que veremos, el picante es vitando y nuestra gastronomía regional –guisos de legumbres- aporta flatulencias que resultan incompatibles con la carburación emocional, por lo que en caso de un antojo apasionado de cocido se recomienda más bien esperar a un estado de confianza más intensa o, al menos, a un mediodía de domingo. Tomar all-i-oli, cebolla en crudo o una doble carga de ajo frito son graves imprudencias que merecen su castigo. En cuanto al vino, el champán resulta de bon ton y ya todo el mundo lo bebe porque cree –y no está mal- que aporta una elegancia risueña y sin esfuerzo, una felicidad ligera, intrascendente. Si en el restaurante hay sumiller, es mejor agachar la cabeza y dejarse guiar: la mayor parte de los sumilleres son –pido perdón- cien veces gilipollas y esto se agrava excepcionalmente con la nueva oleada de sumilleres jóvenes que han llegado sin refinado ni psicología a la santa sala de los mejores restaurantes. No hay que discutir con el sumiller. Si no hay sumiller, desoigamos con nonchalancia al camarero y manejemos la carta de vinos sin miedo reverencial: para lo malo o lo bueno, la realidad es que es mucho peor saber mucho de vinos que no saber nada. A ellas les suele dar igual pero aún hay que tener cuidado con esos vinos modernos que necesitan un par de días de aireación y que sólo gustan a la crítica y que se quedan en la mesa como un fajo de euros que nos dice adiós: lo siento mucho pero la palabra clave es ‘afrutado’. Por último, aunque uno sea un gran mundano, las cigalas y los escargots pueden poner en problemas a cualquiera –si queremos quedar mal, pidamos chipirones en su tinta para que nuestra sonrisa sea negra como lo es la noche que iba a ser un puro sentimentalismo de violines.

UNA CODA: El hombre es y debe ser quien pague la cena, digan lo que digan las sindicalistas más velludas e incluso tantas mujeres que tienen todos los recursos –también los económicos- para su felicidad. Para justificar esta opinión sin excepciones podríamos alargarnos en largos precedentes de antropología y costumbres –pero en realidad es así porque está bien que sea así o al menos no está mal que sea así o –en última instancia- casi siempre es mejor la convención que la revolución. Todo cambia poco a poco pero en principio ellas son archiduquesas y uno ha de ser un poco –un poco- chevalier servant si no pertenece a la casta canalla de los mantenidos. Ella puede pagar la copa de después o dejarse besar, que seguramente es lo que viene más al caso; incluso puede ser quien pague cuando decida invitarnos a una cena. La cena se paga aunque después debamos ayunar un par de días o alegar causa de amor al señor del banco que nos reclama la hipoteca.

 
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