Günter Grass y la literatura de duquesas

Los escritores prusianos o casubos tienden a las formas del aburrimiento esencial del mismo modo que a los escritores franceses siempre se les cuela en el libro una duquesa. En las construcciones del tedio no hay nada de malo siempre que a uno le dejen preferir las ondulaciones del parque Monceau, el rigor de Port-Royal o "el arte de la conversación" según lo acuñaron -precisamente- las duquesas y madamas. Eso es más grato que la estiba, allá en el puerto de Danzig. Para la literatura en la Europa de las catedrales y los grandes hoteles puede postularse un punto de ornamentación y el pan de oro del oficio: en Sudamérica todavía pueden recurrir al aceite reviejo del realismo mágico y en Norteamérica seguir con la intriga o la aspereza o -aún mejor- con la plácida tradición anglosajona. Por aquí se habla de declive moral y nunca hubo más profetas de hotel. A cambio se abandona el refinamiento y la literatura del placer por una oscilación entre el apocalipsis y la literatura instantánea. Al final los escritores se encontrarán con que ellas prefieren llevarse a la playa la game-boy para afirmar la muerte de la novela por aburrimiento y que la crítica sonría.   Con la ansiedad de la anécdota nazi, Günter Grass también ha sonreído por primera vez en su vida –y ha sido una sonrisa mercantil. El consenso está en que es menos malo haber sido de las SS que ser un impostor. El drama, en cambio, es que lo que hacemos -también a los dieciocho años- nos convierte en responsables, y se puede presumir que aún luciría Grass la estrella roja en la casaca si hubiese optado por el totalitarismo comunista. De hecho, optó por él y en el plazo de unas décadas ya tomaba el ferry hacia Estocolmo. Vive horas bajas el SPD, la cara en sombra de Alemania, y de algún modo se muestra al intelectual como híbrido de fisonomía y maquillaje: la inflexión de la pipa, el bigote lacio, el ojo triste, cargar sobre los hombros los pecados del mundo y esa inquietud por los gitanos nómadas del Kosovo. La solidaridad, mejor cuanto más lejos, aunque con un manifiesto se llega a todas partes. Llanto y crujir de dientes: primero se muere Susan Sontag, y ahora esto. Valga como observación banal y general que han sido más benéficos los escritores que fumaban habanos y no pipa.   En el caso de Grass estamos ante el escritor alemán químicamente puro y -en consecuencia- aburrido hasta el dolor, entre marmóreo y plúmbeo, solemne siempre. Ya "El tambor de hojalata" se alumbró en las circunstancias de una redención, y desde entonces su trabajo ha consistido en redimir a Alemania con excesivas convulsiones de catarsis y no poco aliento a los instintos masoquistas. Los alemanes, más bien, se redimían entre el biergarten, el tren de alta velocidad, la consignación de patentes y esa paciencia para solventar las crisis económicas aun cuando tuvieran un primer ministro a la italiana como fue Schröder. La literatura alemana siempre ha viajado mal y, en cambio, a los escritores alemanes viajar siempre les ha hecho bien: ahí está el Goethe peregrino, Schiller y los bellos días de Aranjuez, el Thomas Mann que bebe su vermú en una Suiza ya muy italiana. Aún hubiera tenido más rigidez de no guardar una porción de sangre brasileña. Grass, en cambio, se fue a la India cuando había que evitarlo, para después volver al confort y las geometrías de un primer mundo basado en la ‘sorge’. En Alemania, el asunto Grass ha contado con el silencio de Reich-Ranicki, otra pompa de jabón: el prelado de la crítica alemana no encuentra aquí motivo para su avidez de opinar. Se reserva, tal vez, para la muerte de la novela que conseguirán entre Günter Grass y Saramago. Van de camino al posar con cara de eccehomos y jugar a la utopía ahora que ya no quedan piedras por tirar. Ya sólo falta que aparezcan fotos de Suso de Toro en los alegres campamentos de la OJE.

 
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