Historia de las pasiones en París

El Grand Palais acogió la magna exposición sobre Melancolía pese a que su arquitectura es más propia de la edad del entusiasmo científico. Francia viene de restaurarlo con mucho gasto para demostrar el pulso de un titán. Los recorridos de la Melancolía han sido antes literarios que iconográficos y la muestra ha dejado un posgusto de provisionalidad, como esas tiendas donde quedan los jerseys ya manoseados de las rebajas pero el frío no permite vender todavía los colores audaces de la primavera. Deberíamos haber ido aunque sólo fuera para transitar del Grand Palais al Grand Véfour: se ha escrito que París es un escenario para la felicidad posible pero también ha contribuido a la formulación moderna de la melancolía, con el esplín de Baudelaire, la lluvia mansa de Verlaine, el espíritu cómico y quejoso de Laforgue o esa alucinada congruencia de Nerval, quien al final se ahorcó en un callejón. Nerval, generador de obsesiones colosales, dejó en El Desdichado (http://www.pierdelune.com/nerval4.htm) la cifra misteriosa de la fatalidad. Es uno de los mejores sonetos de la literatura francesa, perfectamente denso, en un momento en que la literatura española está casi por entero en otra parte y la melancolía viene del Norte o del sentimiento crepuscular de algunos poetas portugueses, todavía hoy mal conocidos. De algún modo, no es casual que la poesía española más melancólica —del Garcilaso “grave y melancólico” a Gil-Albert- haya sido la de expresión más delicada. También el ahorcamiento de Judas en un árbol ha representado en las iglesias europeas la imagen de la desesperación, que es tal vez el último y el peor de los pecados por ser la negación más práctica de la Misericordia actuante de Dios. Otra representación, de mucha contundencia, era la de un hombre que se tira de los pelos. Como envés de esperanza siempre se ha mostrado el Árbol de la Cruz, paso de dolor para la plenitud gozosa de la Pascua. La consideración del cristianismo como “la buena noticia” de la Encarnación y la Redención, y las consecuentes invitaciones a la voluntad para la imitación de Cristo y la apertura a la gracia se hacían incompatibles con la paramera siempre igual de la melancolía y su torpor cansado. En los inicios de la vida monástica se describe extensamente la acedia o tibieza como mezcla diluida de la desesperación extremada y como pecado capital asociado más tarde a la pereza. La acedia es la desgana de las cosas divinas en un alma que se dedica a las cosas divinas o, según San Gregorio, “la tristeza por el bien de Dios y por los bienes espirituales que están relacionados con el bien que es Dios”. Evagrio Póntico, padre del desierto y tratadista de la ascesis, le dedica palabras de severidad y ejemplos certeros: “Cuando lee, el acedioso bosteza mucho, se deja llevar fácilmente por el sueño, se refriega los ojos, se estira y, quitando la mirada del libro, la fija en la pared y, vuelto de nuevo a leer un poco, repitiendo el final de la palabra se fatiga inútilmente, cuenta las páginas, calcula los párrafos, desprecia las letras y los ornamentos y finalmente, cerrando el libro, lo pone debajo de la cabeza y cae en un sueño no muy profundo, y luego, poco después, el hambre le despierta el alma con sus preocupaciones.” San Isidoro considera prolijamente los siete vicios que nacen de la acedia: ociosidad, somnolencia, importunidad de la mente, inquietud del cuerpo, inestabilidad, verbosidad y curiosidad. No podía ser de otra manera y los consejos contra la acedia —en la mejor tradición católica- son de ponderado pragmatismo: “la paciencia, el hacer todo con mucha constancia y el temor de Dios”, según el mismo Evagrio. Más de mil años después, Santa Teresa de Jesús previene en sus fundaciones sobre los peligros de la melancolía en la vida del espíritu. Ella misma probó su voluntad contra los movimientos melancólicos, como refrendo de la tesis aristotélica de que no ha habido alma grande sin la asechanza de esta oscuridad. Como contrapartida, ser melancólico no se corresponde directamente con ser superior. El antagonismo más seguro es la hombría de acción: pasar de la melancolía a la acción —como en algunas novelas de Conrad o de Melville- nos lleva a la voluntad de los héroes. La melancolía es postración y languidez, anemia del alma, monotonía sin límite, tristeza sin motivo. Cada época le dio su propio nombre, del tedio al ennui, del mal del siglo a la depresión nerviosa. Más allá de Evagrio, la acedia fue una de las peores tentaciones de la vida consagrada, con el problema de discernir entre la inclinación de una naturaleza herida pero libre y las seducciones del demonio: “El demonio de la acedia, al que también se le llama demonio del mediodía o demonio meridiano, es el más pesado y duro de sobrellevar de todos. Ataca desde dos horas antes del mediodía y asalta al alma hasta dos horas después del mediodía. Primero produce la sensación de que el sol se hubiese detenido o avanzase muy lentamente y de que el día tuviese cincuenta horas (¡el tiempo no pasa nunca!). Luego lo obliga a andar asomándose por las ventanas, lo empuja fuera de su cuarto para observar la posición del sol, para ver si falta mucho para la hora de nona; o para ver si no anda por ahí alguno con quien conversar (y pasar el tiempo encontrando algún consuelo y distracción con las creaturas, que alivie el vacío interior y la ansiedad, el tedio o aburrimiento). Además le inspira una viva aversión hacia el lugar donde está; por su estado de vida; por el trabajo. Le inspira la idea de que la caridad ha desaparecido; que no hay nadie que lo pueda consolar. Si por casualidad ha sucedido en esos días que alguien lo haya entristecido, el demonio se vale de eso para aumentar su aversión. Le hace desear estar en otro lugar donde se imagina ilusoriamente que podrá encontrar con más facilidad lo que aquí necesita y no encuentra”. El demonio del mediodía es aludido en el psalmo 90 (91), de cuya aparente oscuridad hace ya siglos que se aprovechan mixtificadores y chamanes. En la historia de las pasiones, esta consideración menos furiosa de la melancolía es la que propició el “siglo de oro” que incluye la Anatomía de la Melancolía de Robert Burton —lectura curiosa y culta- (http://onlinebooks.library.upenn.edu/webbin/gutbook/lookup?num="10800)" y el complejo grabado de Durero (http://www.geocities.com/eleonoreweil/durerus/dde/w1.html). Antes de que la ciencia moderna descubriera los músculos cuyo fruncimiento es característico en los enfermos de depresión, la observación del natural y las curiosidades de la fisiognómica habían fijado el tipo saturnino y melancólico. Durero retrata una actitud replegada e inerte, con la mano izquierda apoyada con abandono entre el mentón y la mejilla y un aire mixto de ensoñación dolorida y lucidez sobre el propio estado Ahí se aprecia un alma dispuesta a enhebrar los silogismos de la amargura. En cuanto a Saturno, símbolo y resumen de la sabiduría agrícola, del tiempo y la ancianidad, es también el astro de la contemplación. En el Paraíso del Dante, las “anime speculatrici” recorren la escala de luz que se eleva de la esfera de Saturno a lo Divino. Marsilio Ficino desarrolla con hondura esta impresión. Años después, el Siglo de Oro español —como ha estudiado Roger Bartra- sería ejemplo de melancolías en literatura y en política, por más que ha estado ausente en París. A la lucidez, no siempre intransitiva, de los melancólicos debemos las observaciones de la novelística del XIX y la ironía como la respuesta a la cuestión del humor. La fama más benigna de la melancolía está en esos gabinetes invernales donde el tiempo avanza entre los trabajos interminables de la erudición. Buena parte de la poesía simbolista y postsimbolista vive en estos salones con relojes soñolientos, en negras capitales de provincia siempre visitadas por la lluvia. Así surgen consideraciones de dulce mansedumbre, profundas y lentas como sorbos de un brandy, con su misma luminosidad aletargada. Las intuiciones de la teoría humoral galénica han podido servir de fábula moral pero contra un dolor de cabeza es mejor un gramo de aspirina que la consecución de un entendimiento armónico del cosmos con el cuerpo. Del mismo modo, al hablar de melancolía conviene tener presente la frase de Chamfort sobre la bofetada y la locura aunque sólo sea para distanciarse de los psiquiatras bondadosos que escriben en revistas femeninas. Ciertamente, el abandono de la noción de la vida como drama y la aceptación de la felicidad como expectativa debida e ilimitada, ajena a la fuerza de la voluntad, llevan a algunos autores a hablar de una melancolía posmoderna que cristalizaría en la forma ya democratizada de la depresión. El sociólogo franco-armenio Hampartzoumian ha trabajado mucho en su propuesta de las rave parties como gran movimiento de melancolía: al mismo tiempo, puede aducirse que el concepto es correoso cuando justifica por igual los poemas elegíacos, el trance techno y la inmoderación con el yoga. Por otra parte, queda todavía mucho misterio irresuelto en la ilación de ciertas notas musicales, en los días ventosos, de cielos opacos; en los indicios materiales que favorecen las predisposiciones melancólicas, como la consideración de un gato muerto, los serios arponazos del amor o la tristeza inexplicable de “la lata de sardinas la tarde del domingo”, conforme al verso de Foxá. En la vieja Europa siempre quedará la delicadeza invisible de los nobles escritores de la melancolía que dieron al mundo, pese a todo, una sustancia más comprensible y más feliz. En la vida puede dejar su rastro triste: contra ella caben las indicaciones de Evagrio Póntico; las recomendaciones usuales del ocio entretenido, el vino cálido, las lecturas gratas, los parques y jardines, el buen amor, el consejo de los sabios, los cantos de Leopardi donde la piedad puede más que la amargura.

 
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