Hotel Gran Legazpi - Los chinos de la vida - Regreso a Tsé-Yang

Hay algo fascinante en la noche de Legazpi, cuando el frío condensa la luz en las farolas y por la calle sólo pasan sombras de hombres que van o vienen de cometer un crimen; cuando el cielo se cierra y el paisaje tiene la belleza desolada que queda después de un holocausto nuclear. Por suerte, también hay taxis para salir corriendo. En medio de la plaza, pensamos en la paradoja estética que va del hotel Gran Legazpi al palacio del Petit Trianon pero es en el Gran Legazpi donde se suicidan los espías del CESID acosados por su pasado o por sus deudas. En la plaza de Legazpi sólo falta una tuneladora radical.

Camino a mi chino favorito, atravesamos uno de esos parques que se pusieron no se sabe si para la infancia o para la inmigración. Sí, hay algo fascinante en la noche de Legazpi: la felicidad de comprobar todos los abandonos de este mundo, la ilusión de aspirar a una vida clandestina, de estar lejos de todo y en realidad a quince minutos de tu casa, un viaje inmóvil a un país de la niebla. En Legazpi, la hermosura se resume en el depósito de agua, en el luminoso del hotel –un luminoso amarillo color mal-, en las vistas a un matadero de gran mérito artístico. No me explico cómo los pintores postmodernos no instalan sus caballetes, noche y día, allá en Legazpi: venderían aún más.

Por Legazpi está uno de los mejores chinos de Madrid, lejos ya en espacio y tiempo de los chinos de la calle Leganitos. Como sea, los chinos de Leganitos encontraron pervivencia en aquel restaurante del aparcamiento de plaza de España a donde íbamos a cenar cuando éramos más pobres y más felices: recuerdo sus sopas de sustancia inquietante antes de que el lugar fuera tomado por gente rica en horas bajas. Todo muy contemporáneo: el chino estaba justo debajo del grupo escultórico al Quijote, como una contaminación cruzada. Al lado, en Conde Duque, una vez contamos en cien metros un restaurante indio, uno libanés, un kebab, dos asiáticos: casi llegamos a echar de menos algún lugar llamado Casa Reme. Madrid ha cambiado y ahora es posible –lo prometo- comer lubina en salsa de chorizo.  

No recuerdo el nombre del chino de Legazpi pero sí recuerdo que su nombre no tiene esa grandilocuencia que los chinos dan a los chinos de barrio: Gran Muralla, Palacio de Oro, Perla de Oriente, Pabellón de Jade, todo en medio de la avenida de Moratalaz. En cuanto a nombres de chinos, uno se queda con el de la novela de Anthony Powell: Casanova’s Chinese Restaurant, una evocación. El de Legazpi lo lleva, al parecer, la familia propietaria de Japón Ayala y del semieterno China Crown, y allí puede comerse tendón de ternera, al modo talmúdico, o sopa de piel de pescado, a falta de sopa de calamar gigante o de pez abisal. Sus camarones secos con cilantro –no más que un amuse-gueule- darían para una tesina sobre las conexiones sino-portuguesas, de un mar a un mar lejano. Como en la carta no tienen blancos aromáticos, hay que apostar por un maridaje ideal para la comida china: el campari, o incluso un gin-tonic, bebidas que ayudan a aligerar no ya los ánimos sino una grasa lejana de la oliva. La costumbre oriental es terminar la comida con una botella de armagnac –entiéndase que una botella por persona.

En general, al entrar en los “chinos para chinos”, es bastante común que alguien se ponga geopolítico y empiece a hablar de la globalización al ver a una pareja mixta o al reparar en el permanentado de una china. En Don Lay –paseo de Extremadura-, el sincretismo se lleva casi a la incredulidad pues junto al pollo negro ofrecen también merluza a la ondarresa. Aun así, para asistir con curiosidad a la vida de la comunidad china, lo mejor es pasarse por sus bodas en el Retiro o por cualquiera de los hoteles Foxá: no tiene pérdida, sólo hay que seguir el rastro del dinero. A los hoteles Foxá siempre va la policía a buscar y encontrar coches robados; la decoración, por usar la expresión de un buen amigo, está en la mejor tradición del narco-rococó. Son lugares que merece la pena visitar, igual que esos polígonos de Fuenlabrada donde por cien euros se puede comprar toda la quincallería y pacotilla de una nave de IMPOLTACIONES. Sic. 

También merece la pena visitar –revisitar, dirían los ingleses- el Tsé-Yang del Villamagna, donde es fácil que nos lloren los ojos, no por el picante sino por la bodega. De paso, uno puede pasearse por el hotel, recién reestrenado y redecorado con el último grito en ostentación: un guiño intenso a los años cincuenta, con predominio de geometrismos y tonos gris de perle. El Tsé-Yang es fiable y sólido como antaño y uno tiene la sensación de que sólo han cambiado la bodega: quien no tenga amigos millonarios, puede no arruinarse con un champán Tarlant de vigorosa pinot noir o con un gewurztraminer alsaciano de Zind Humbrecht del año 2002, que está en su mediodía y es un listón de perfección. Deja una furtiva lágrima en las paredes de la copa.

Del Asia Gallery del Palace ya hemos hablado en esta columna, así que sólo queda deplorar la desaparición de Yuan, allá en su esquina de Velázquez: el Yuan de las gambas y las alegrías agridulces, donde las camareras decían los platos al oído con el susurro de un bonzo en oración.

 
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