Joyeros en huelga, vecinos en patrulla

"Razzias" nocturnas, asaltos en urbanizaciones solitarias, pillaje y terror: no es necesario complacerse en las páginas de sucesos para la percepción de una inseguridad que -por ejemplo- ha puesto a los joyeros en huelga y obliga a los vecinos a hacer la patrulla por la Sierra Norte con palos de pastor, todo-terreno y walkie-talkie. Es un goteo fatal que ocurre cada día, cada noche, en chalés junto a la playa, en museos del jamón o -como ha sucedido esta misma semana- en el ámbito feliz de un escaparate de Loewe. Se trata, con frecuencia, de grupos insólitamente armados, provistos de técnicas consistentes para el robo y el terror que por supuesto terminan en la expresión de una brutalidad primaria.   No hace tanto tiempo, un jugador de baloncesto más alto que un ciprés fue amordazado en su propia casa mientras los ladrones buscaban la televisión de plasma y el dinero en efectivo. La dimensión más real del miedo nos viene al considerar los ojos malignos que vigilan nuestro negocio o nuestra casa mientras uno tenía la convicción pacífica de que el adosado de la sierra era el mejor acomodo para ver el mundial este verano, en un ir y venir de latas de cerveza: cualquiera puede ponerse tercermundista por un rato, pero sin duda la propiedad tiene mucho que ver con nuestra libertad o con esa dimensión familiar de la felicidad que a alguno le parece tan risible.   No estamos en el Medellín de los ochenta ni la delincuencia es la festividad del crimen que sigue al fin del imperio de la ley. Pese a todo, los servicios de la seguridad privada han dejado de ser un lujo para ser un gasto prioritario, y alguna causa de experiencia hay en que estas empresas de un país poco exportador tengan en Europa implantación sobresaliente. En cuanto a las bandas armadas, existen terminales de terror dirigidas a distancia, con peritos en crimen que tuvieron que ver con ejércitos y servicios de información del Este, hoy desencuadernados, dedicados al negocio del mal aquí y allá, por toda Europa, con presencia suficiente como para provocar suspiros de miedo en oleadas. Repunta también el raterismo, aunque desde luego no es igual la sisa de subsistencia de meter la mano en la caja que ir al cajón de las joyas con rifle, bazoka y lanzallamas. No hablamos de abstracciones sino de gente real: ni siquiera hace falta ser muy rico.   En la contabilidad de los efectos de la inmigración apuntamos ya la delincuencia del mismo modo que todo empleador sabe hasta qué punto el inmigrante es necesario y va a serlo más por las matemáticas de la demografía. Hay motivos de conformidad sobre todo porque hay muchos ejemplos de trabajo, de integración exitosa en un cauce de respeto a la ley que da felicidad a cada parte. Al margen de esto, no hay nada como un huracán de bondad y demagogia por parte de las autoridades para desatar un populismo que tiene ya manifestaciones en algunos pueblos y comarcas. En un país en el que se ha conseguido -como en todo país civilizado- el asentimiento en que las fuerzas de seguridad y policía están con nosotros y no contra nosotros, la perspectiva de una discriminación y de un aflojamiento de la ley por las dobles medidas del buenismo puede ser una responsabilidad penal inacabable. Pagamos impuestos, pagamos multas: está bien tenerle devoción al ángel de la guarda, conectar las alarmas por la noche y dormir con prevención, pero el juzgado y la policía son necesarios para defendernos de los malos. Esa era la causa del Estado: lo demás es frivolidad e inconsecuencia, paradigmas de un mundo bueno sin esfuerzo según la dogmática de una tarde de tertulia en Malasaña.

 
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