Llegarán más cayucos

No por vestirse de azulón europeo ha de conseguir la vicepresidenta de la Vega más compasión o más dinero de ese corazón de Europa instalado en Finlandia para lo que queda de semestre. Allí su recibimiento fue una página de frío. Emprender una ofensiva diplomática tras tanto descrédito augura éxitos de discreción comparable a la cumbre euroafricana sobre inmigración, donde un alarde imaginativo dispuso que los españoles habían de aportar más fondos a regímenes participativos al estilo Alí-Babá. Los microcréditos actúan sin embargo en el medio plazo y se necesita una decisión de más urgencia cuando los cayucos cubren el agua del mar con un dolor humano tan extenso. Hay algo de la peor retórica en pensar que con una universidad y el envío de latas de bonito todo puede detenerse. Volver, por ejemplo, al ejercicio de soberanía de guardar la frontera sería un anhelo razonable que por lo demás está opuesto a los postulados de un buenismo que tiene persistencias aunque a estas alturas todo occidente se replantea su laxitud en la materia. En España, como dijo Caldera, tenemos capacidad de acogida: eso es mandar más emigrantes al mar, entre tiburones, para al cabo de un mes verlos –si es que llegan- de paseo dominical por el Retiro o por cualquier comunidad que por azar administrativo no tenga gobierno socialista. En realidad, el de los cayucos era un guión ya escrito, abandonado el dossier sobre la mesa en consonancia estricta con la patología de evitación de este Gobierno. Después de la irresponsabilidad es muy posible que vayamos ahora a sufrir el atolondramiento.   Para las costas canarias quedan aún muchos días de ‘cayuco-spotting’, en escala muy superior al drama del verano. Hay inteligencia suficiente para propiciarnos pesadillas con el abarrotamiento de las costas de Mauritania y Senegal. Frente a estos países tenemos un escaso poder de coerción, de modo paralelo a la pobre repercusión de nuestra propaganda en Europa, donde comienzan a pensar que el presidente español tiene una inactividad de bibelot y no poca agorafobia. La responsabilidad del Gobierno consiste también en haber tomado con ligereza culpable las advertencias de los socios europeos respecto del efecto llamada. Hay una lógica muy simple en regularizar y no repatriar para que de inmediato se boten unas docenas de cayucos. También vendrían en globo aerostático, y aún vienen más por las fronteras terrestres de Francia y por los grandes aeropuertos porque factores como riqueza y cercanía son el efecto llamada más duradero y más potente. El buenismo como pensamiento aquí no sólo implica que tengamos capacidad de acogida sino que en realidad no pasa nada: el corolario de la demagogia al final implica más drama, por más que muchos equiparen todavía la inmigración con el restaurante de ‘kebabs’ del otro lado de la calle y los cantautores adopten el lirismo multicultural hasta que se encuentran a un negro de dos metros y vuelva el atavismo del miedo. El problema de los cayucos tiene en su gestación mucho de fatalidad inevitable pero podía haberse hecho –pensemos en Mauritania- mucho más. Abundan a cambio, por parte de los países emisores, formas poco sutiles de extorsión en lo económico. Incluso la ineficacia sale cara, en todos los sentidos.   Hoy todo es trazable y existe la posibilidad de adelantarse a los movimientos de las mafias, según hemos visto que abandonan las franjas litorales de Marruecos por Mauritania y Senegal. Naturalmente, los flujos de información llegan a los emigrantes que saben cómo Marruecos los captura y los deporta al rincón más remoto del desierto, con inhumanidad que les deja poca honra. Ahí, los españoles hemos sido poco críticos aunque no por ello dejamos de recibir los plantones del sultán. En Europa se nos hace una justicia muy exacta y muy cruel al dejarnos solos después de haber legislado también solos. De momento la certeza es que para el otoño llegarán más cayucos.

 
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