Manifiesto involucionista teórico-práctico

Con altibajos ocasionales, el animal pensante que somos lleva recorriendo estadios sucesivos de mejora desde que su trayecto se bifurcó del de los otros primates superiores. En su cada vez más holgada cavidad craneana ha ideado progresivamente industrias y manejos para perfeccionar su dominio de cuanto lo rodea, manteniendo como norte vital la tríada insoslayable de sustento, solaz y sentido. En un proceso de acumulación que no invalida necesariamente los términos de partida y de llegada provisional, a día de hoy pueden convivir el recolector nómada y el comprador de víveres por Internet, el individuo que se recrea con pasar las horas mirando sin más el horizonte y quien las dedica a hilvanar abstrusas reflexiones en su blog, el animista mágico y el devoto de la iglesia maradoniana (como decía arriba, existen altibajos ocasionales). 

No se trata aquí de negar el hecho evidente de la evolución ni de minusvalorar los logros que lleva aparejados: sin duda vive mucho mejor ahora cualquier quídam que hace casi cuatro millones y medio de años nuestra abuela Ardi, tan distinta incluso de las más velludas de hoy. Tampoco se propugna con este manifiesto que toda la especie humana se apunte a la involución. Lo que se pretende es disponer de la capacidad de elegir hacia dónde dirigirnos, al margen de la melé que nos arrastra. Igual que hay distintos ámbitos en los que se reclama y a veces se obtiene la potestad de optar al cambio en la pertenencia a un grupo, tanto en lo personal –la llamada reasignación de género- como en lo colectivo –referendos de autodeterminación-, debería existir el derecho universalmente reconocido, aunque practicado siempre a título individual, de frenar primero si se quiere y de ir retrocediendo después si así se desea en la escala evolutiva. 

Como desacato ante la obligación, impuesta por los tiempos, de conocer siquiera la existencia de disciplinas que se llamen nanotecnología o genómica, como rebeldía ante la tendencia a disfrutar con divertimentos cada vez más virtuales y por ello menos tangibles, como rechazo al desapego creciente de todo aquello que nos liga a nuestro origen en el limo, pido que sea posible desaprender, desvivir, desaprovechar: en una palabra, involucionar. Soy consciente de que muchas personas ya lo hacen, pero me temo que la mayoría de ellas obra por dejadez y no como consecuencia de un acto voluntario. La parte principal de mi requerimiento tiene que ver justo con eso, con la necesidad de que la opinión pública deslinde –aunque en tipología acaben pareciéndose- al involucionista consciente del simple majadero.  

Así pues, sin que ello suponga renunciar a las externalidades beneficiosas de los congéneres no involucionistas –a qué ocultarlo-, abogo por ir contracorriente de la complejidad, de lo especializado. Si alguien quiere sumarse, al cabo de muchas generaciones quizá hayamos conformado ya una pequeña o gran subespecie más roma que la actual, más tosca y más estólida pero acaso más feliz. Es menester que luchemos por el retorno a una cavidad craneana de dimensiones más pequeñas, las justas para que nos proporcione aquellos modestos placeres de cuando no nos contaminaba la cultura. Vayamos para ello –primer paso- renunciando a la abstracción en el lenguaje, simplifiquemos estructuras. Palabras, pocas. Calor. Hambre. Vaca. Matar. Y el gruñido, muy importante. Mmm. Gusto. Arrrgggh. Dormir.  

 
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