Mediocridad y educación

            Pocos espectáculos resultan más embarazosos para un español que ver a alguno de nuestros políticos moverse en un ambiente internacional. No saben cómo comportarse. No conocen a casi nadie. No hablan idiomas: y casi mejor, porque si algún mensaje suyo trasciende a la opinión pública, lo acostumbrado es que provoque –más que nada- vergüenza. Nuestra clase política está muy por debajo de cualquier conjunto de profesionales que tengan que moverse por el mundo. Sencillamente, y salvo escasas excepciones, no dan la talla.

            Con referencia al Gobierno y al PSOE, Joaquín Leguina, ex presidente socialista de la Comunidad de Madrid, declaraba recientemente: “Falta solvencia intelectual y solvencia política, y sobran gestos mediáticos y asesores de imagen”. Es lo más suave que se puede decir. La entrada de Zapatero en el escenario europeísta ha sido lamentable. Los medios de los principales países europeos han aprovechado sus limitaciones y deslices para tomarle el pelo de modo inmisericorde.

            Pero la oposición del Partido Popular tampoco alcanza un nivel aceptable. No se les recuerda ninguna actuación brillante ni ideas mínimamente originales. Huyen de cualquier tema cultural como de la peste. Si alguna vez no tienen más remedio que referirse a un dato histórico o literario, habitualmente se equivocan. En cuanto a solvencia intelectual, se encuentran incluso –si fuera posible- por debajo de los socialistas.

            Lo peor de todo es que tal mediocridad cultural comienza a aflorar entre los presuntos intelectuales que ocupan, por ejemplo, cátedras universitarias. Un Catedrático de Historia me contaba ayer mismo que un colega suyo, Catedrático de Literatura, le había preguntado tras una mención del poema de Gerardo Diego al ciprés de Silos: “¿Qué es Silos?”. A este ritmo, pronto habrá otro supuesto experto en letras hispánicas que pregunte: “¿Qué es un poema?”. Y habrá que contestarle, pero no al estilo de la popular rima de Bécquer: “Poema eres tú”.

            Estos son los tristes resultados de haberse aplicado, con pico y pala, a la demolición de nuestro sistema educativo. A golpe de una reforma educativa tras otra, el nivel de la enseñanza cae en picado. España pasa a ocupar la cola de las clasificaciones internacionales que miden y comparan el nivel de preparación de los jóvenes. En dos materias fundamentales –lengua y matemáticas- nos encontramos en los últimos puestos  del informe PISA sobre los países de la OCDE. Y si la Universidad ya había sufrido un duro golpe con la aplicación de la Ley de Reforma Universitaria, ahora comienza a descender más niveles aún con una aplicación harto desafortunada del ya desafortunado plan Bolonia. Parece como si todo estuviera urdido por los detractores del conocimiento y por los enemigos de esa figura clave que es el profesor.

            Menos mal que por fin parece que van a sentarse juntos socialistas y populares para intentar firmar el famoso Pacto Educativo. Pero ya desde el comienzo de las conversaciones se les nota que la educación no interesa ni a unos ni a otros. Lo primero que hacen es acusarse mutuamente de intereses electorales y prejuicios ideológicos. La razonable propuesta del PP –aumentar un año el bachillerato a costa de la duración de la ESO- ha provocado el escándalo del PSOE, que siempre intenta aparentar que protege a los menos favorecidos. Nada bueno va a salir –ya lo verán- de esta parodia de diálogo entre interlocutores que no se sienten concernidos por algo tan fundamental como la educación.

            Esperar que la solución de nuestros problemas educativos venga de las administraciones públicas equivale a una petición de principio. No se puede poner el rebaño al cuidado del lobo. Pero tampoco los intereses económicos del sector privado aportarán el remedio. Son los padres y profesores los que han de llevar a cabo una  rebelión silenciosa, con la que se demuestre que es posible y necesaria una educación de alta calidad a un coste asequible. Porque no es sólo problema de medios materiales, y mucho menos de reglamentación. Es cuestión de sensibilidad cultural y de responsabilidad cívica. Y ni el poder ni el dinero fomentan tales cualidades: más bien al contrario.

 
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