Mejor que una biblioteca subterránea

Contra las insistencias de la barbarie oponemos todavía el orden imperfecto de una biblioteca o un museo o la intensidad sagrada del recinto de una iglesia, donde siempre acudirá quien sorprenda en sí mismo —según Larkin- el deseo de ser más serio. Quedan también como hitos de civismo depurado el “colegio invisible” de dos amigos lectores, el culto caladero que puede ser la red, el concepto generoso de una plaza mayor o esa Europa de los cafés y los salones en la que aún se practicaba el arte de la conversación sabia y ligera, lejana de la vulgaridad y del academicismo, virtuosa en su finura, con los equívocos y las complacencias de la vida social. Las bibliotecas actúan con los efectos de una linfa vital. Ahí tenemos la realidad del bibliotecario, entretenido en la pastoría de los libros, amigo de todos los secretos numinosos, trabajador del silencio más fecundo, garante de ese lento engranaje que es la erudición. Él une con felicidad en su trabajo la humildad práctica de colocar un tejuelo, el análisis cerebral del contenido y las implicaciones metafísicas de mantener un orden externo ante la invasión del caos. De Alejandría al Escorial, del claustro a la “Biblioteca del Congreso”, está la voluntad antigua de la bibliografía universal que con las ilusiones del positivismo quiso elaborar Paul Otlet. Hoy tenemos internet como el depósito más cercano para leer a Bossuet o al Padre Vieira o consultar el archivo videográfico del “Aló Presidente” de Hugo Chávez. En la playa funciona la biblioplaya y a cualquier pueblo llega en misión un bibliobús. Aguirre y Gallardón han inaugurado una biblioteca en el Metro de Madrid para que nadie piense en el trabajo mientras va o vuelve del trabajo. Aquí y allí se emplean las normas catalográficas a fin de contener la enorme oceanografía del saber, y la clasificación decimal tiene números infinitos porque los temas también son infinitos. Frente a la presión agorafóbica de las grandes bibliotecas y la tentación posmoderna de la banalidad optamos sin dandismo por esas librerías que ensanchan poco a poco nuestra biblioteca personal. El precio vuelve codiciaderos a los libros y se hace un ínfimo peaje para una vida de descanso en la estantería. Es el envés sombrío de las campañas populares de lectura: al final, todo el mundo tiene un euro para un quijote. Por lo demás, hay libros caros, pero cinco minutos de optimismo terminan una botella de champaña. En las librerías se emprende el trabajo de la selección y del criterio y se forma el lector que quiere a Calderón por un plazo mayor de quince días. No siempre tienen virtud ejemplar las lecturas de nuestros antepasados, y sin embargo encontramos en alguna librería de viejo el amor reverencial por la lectura: ese señor de Barcelona que ya está muerto y no fue nada pero quiso encuadernar sus novelas de Balzac o subrayó con atención las cartas de Valera. Se abren muchas bibliotecas y se cierran muchas librerías y hay en esto un peligro disimulado y muy sutil. Escrita o leída, toda literatura es un instinto que se hace inteligencia: como siempre, no se trata de leer sino de qué leer. La vida y la biblioteca son continuidades temporales y a todos nos faltaron maestros para equivocarnos menos en la una y en la otra. Si se perdió la condición patricia del hombre de letras sería peor que se perdiera ese grado de civilización que es el buen lector, como sostén etéreo, invisible, del mundo. Son necesarias muchas bellas letras si uno busca resistir con silencio al vandalismo, pasar de la emulación a la superación, sumirse en el fluido constante de la creación y la crítica que da forma a una tradición. Naturalmente, esto tiene poco que ver con la dramatización vulgar del cuentacuentos o con los museos que nos invitan a pintar nuestro propio Velázquez. Nuestra biblioteca será tal vez nuestro reflejo exacto, con los mismos errores y carencias de la vida: una decepción hecha costumbre, pero también una íntima verdad. Montaigne se retiró a una torre con sus libros y Antonio Machado no necesitó más que un hatillo, de pensión en pensión, para encontrar la hondura. Perucho habitó una casa-biblioteca sin misantropías. Todo lector ha recorrido su poquedad y sin embargo le está permitida la grandeza de vivir entre los grandes. Incluso el bibliotecario más estricto coloca después sus anaqueles según un orden sentimental o bien deja que se regulen naturalmente, como una masa en movimiento. Ahora esperamos el otoño y una tarde bajo la lámpara tibia de nuestra biblioteca, quizá con una copa de oporto y unas nueces y el dulce y silencioso pensamiento. No ha de faltar el gato amigo de los libros, el gato relajante y soñoliento que en todas las bibliotecas busca la pierna del lector.

 
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