Melancolía, enfermedad y muerte - Del deporte al hospital

La enfermedad real es un trance de crudeza desconcertante para quien –como uno- sólo ha tenido enfermedades de las imaginarias, es decir, aprensiones sin fundamento, melancolías de un par de horas, reacciones fisiológicas diversas ante un cúmulo de causas no menos diversas y que van desde el color del cielo a esa cosa que llaman biorritmos y que todo el mundo intuye y nadie explica. La enfermedad real –pongamos un estómago que sangra- tiene una manera muy avasalladora de imponerse en seriedad a la enfermedad imaginaria –pongamos un corazón que se rompe. Además, se sabe que la melancolía parece aliviarse con más melancolía en tanto que nadie propone una úlcera para acabar con una oclusión intestinal. C S Lewis, ese “escritor para señoritas” según sabia sentencia de un crítico nacional, recomendaba una visita al dentista –al dentista de los años cuarenta- a quien pensara que los males del alma eran más dolorosos que los del cuerpo.  

En fin, uno ha estado un día y medio guardando cama y procurando escenificar un gran sufrimiento a raíz de un dolor de cabeza inexplicable y que, por inexplicable, como suele suceder, juzgaba gravísimo, de modo que el ángel de amor que me conllevó en el trance sólo pudo asistir con cierta estupefacción a mis quejas sobre la mortalidad y el Fin de Toda Cosa. Cierto es que el decorado doméstico de la enfermedad –batas, mantas, termómetros- tiene su punto de raro atractivo, del mismo modo que el hecho de guardar cama nos recuerda con lejanía al gozo primordial de la pereza. Cuestión distinta es el espanto sin nombre de los hospitales, quizá el peor hábitat posible para el ser humano. Un amigo experto en automedicación –y poseedor del codiciado y prohibido libro ‘mis cien medicamentos favoritos’- me comenta que seguramente uno ha sufrido una súbita subida de tensión, cosa que sólo le hemos creído por amistad pues, al contrario, uno procura llevar una vida relajada, con mucho vino, sabios destilados, comidas sustanciosas –es decir, grasas- y sin que falte el tabaco de la paz. La hipocondría, que en alguna ocasión ha tenido que ver con el arte, es un privilegio de irresponsabilidad que seguramente compensa de la vulgaridad de una salud de hierro. A la vez, tiene algo de condena: basta una tos algo más grave, una cefalea ligerísima, para que uno se diga: “era esto”, o “ya está aquí”, en referencia al dolor y a la muerte, alimentando presentimientos negros. Sobra decir que esa condena de la hipocondría es harto llevadera.

La vivencia, dramática por lo desacostumbrada, del dolor, le ha llevado a uno a pensar pesarosamente en la enfermedad y males anejos: la muerte, el tiempo, la melancolía, sin llegar aún –aún- a la sección llamas del infierno. Para todo mal en la vida, siempre hay alguien que nos conoce bien y llega con la solución universal: ¡haz deporte!, pero lo cierto es que los deportistas a los que uno conoce acaban de recuperarse de una lesión grave o se dirigen a una. Desde luego, hay deportes atractivos: la caza, la pesca, el golf, el caballo, y uno mantiene una defensa del bádminton como ideal puro. En fin, uno los ha ido probando todos pero el deporte parece cosa impostada y complicada frente a aficiones sencillas como leer, escribir, conversar o comer, hobbies pacíficos y nada nuevos y que no molestan a nadie que no pertenezca al gremio de los envidiosos. Por cierto, vaya más como dato que como alabanza que son todos ámbitos en los que uno comparte más que compite. En la adolescencia, en el colegio e instituciones paralelas se empeñaban en que todos hiciéramos mucho deporte, seguramente por mantener en orden a la grey, domeñar los ánimos y, en la medida de lo posible, impulsar algún aliento noble en muchachos que, de otra manera, harían mejor en estar enjaulados. En la costa este de Estados Unidos, aquello dio resultado en otro tiempo en los grandes colegios. También en Inglaterra, cuyos colegios copiaron los americanos. Seguramente sea una medida higiénica necesaria. Aquí es una pena que no se adiestre a los niños en nuestra gimnasia nacional –un poco de toreo de salón-, pues somos muchos los españoles en cuyos sueños felices aparecíamos haciendo el paseíllo y es muy posible que el no ser torero sea siempre indicio de equivocación vital. Pero esto es un decurso: el caso es que siempre llama la atención cómo farda la gente de hacer deporte –“ayer me hice diez kilómetros, macho”- cuando ningún lector delicado va diciendo a los demás que ha estado leyendo a Polibio con aprovechamiento hondo. Por supuesto, decir que el totalitarismo empezó con la gimnasia es una exageración, pero algo –algo- hay. Baste pensar en ciertas marchas por ciertos bosques.

Bien, visto que el deporte no nos ha de librar de la muerte, sólo cabe una resignación más o menos venturosa. El asunto propende al desaliento y a la consideración barroca, aunque la desnudez medieval parece más ajustada precisamente porque parece predicarnos menos –lo terrible no es lo macabro y lo macabro no es lo terrible. El curiosísimo filósofo italiano Guido Ceronetti tiene libros fascinantes sobre los males del cuerpo –sobre el mal que, en el fondo y de alguna manera, es el cuerpo, la centralidad de la muerte en nuestra vida, el largo lamento del tiempo al destruir los afectos y el alargamiento de toda sonrisa hasta la muerte. Otro clásico para aprensivos es la Anatomy of Melancholy. Por constitución, uno piensa que reventará de placidez a la mediana edad o que se despistará al volante como epílogo en sangre de unos whiskies, para volver a abrir los ojos en un microsegundo y ver a las azafatas del cielo ofreciendo té o café. Siempre queda la posibilidad de una muerte más épica –morir atacado por un bogavante, ahogado por un hueso de becada- pero la perspectiva es de mucha penosidad, y mientras tanto habrá que pedir que se nos evite padecer enfermedades inelegantes. En general, las que huelen mal son inelegantes. También las que supuran. Justamente por eso conviene tener tantas farmacias como problemas de salud. Por otra parte, quienes tenemos una salud injustamente espléndida solemos envidiar a esas mujeres que viven hasta rozar la eternidad aunque con la presencia continua del dolor o del achaque –pero las mujeres tienen una fontanería más complicada. Por triste que sea, la confirmación del mundo como valle de lágrimas y de uno mismo como poca cosa; en definitiva, “la infinita vanidad del todo”, en ocasiones llevan a decir: “al menos, dense prisa”.

No sé quién reflexionaba sobre el horror físico y real que sentían nazis y demás totalitarios ante todo aquello que era enfermo, anciano, desarrapado, débil; ante el paria que seremos antes o después. Hoy mantenemos algo de ese horror, como quien cierra los ojos. Nunca se han tenido en más la salud física ni el bienestar corporal; nunca han estado más al alcance. Los hoteles ofrecen veinte almohadas. Si alguien tiene arrugas, alopecia o poco pecho, es por su culpa, pues hoy eso se cura. El tabaco no es sólo pecado sino el pecado innombrable: ¿quién quiere atentar contra su propia salud? Casi el cincuenta por ciento de los americanos están predispuestos favorablemente a la manipulación genética, de modo que sus niños vengan a ser un cuerpo de Brad Pitt con cerebro de Steve Jobs y corazón de Madre Teresa de Calcuta. Tanta aceptación popular vuelve el fenómeno irreversible aunque sólo sea porque nadie ha de querer quedarse atrás. Cierta madre, al elegir donante de esperma, afirmaba buscar a alguien con un tono de piel más oscuro para no tener que estar todo el día aplicando a su hijo protección solar. Todo esto implica desconocer que, si somos capaces de conseguir algo, es precisamente por la espuela de nuestra propia imperfección. En un mundo de Brad Pitts, no habría canciones de Los Panchos.

¿Qué hacer, por tanto, al contemplar con horror baudeleriano que no somos sino una bolsa de serosidades y viscosidades de varia densidad? Hay muchos motivos para vivir: la misma frivolidad de ver vivir, el orgullo de no caer sin dar batalla, la gloria de Dios como gran teleología. Hay quien vive procurando mantener “un pie en el estribo” y, más dramático, otro poeta español sugiere conservar siempre “en la mano una bala, como Larra”. Más melancólico y más hondo es considerar que, como en ciertas noches de desastre, lo que teníamos que haber hecho era irnos al cuerno mucho antes o, al menos, optar por las artes de no participar. El asunto es complicado y ahí entran de modo definitivo la fe, la esperanza y el amor que cada uno pueda tener. Siempre hay misericordias en la vida: “yo sé que no has querido / hacer llorar a un gato herido”, cantaba la poetisa Rocío Dúrcal. Lo único injusto es ignorar que somos este dolor que no se cura.

 
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