Mucha grandeza, alguna miseria

Lo vivido en estos últimos días a raíz de la muerte de Juan Pablo II puede recibir muchos adjetivos de nuestro rico castellano: histórico, inconmensurable, inolvidable, emocionante, impactante, irrepetible. Pero, quizás, me quedaría con uno que engloba a todos los demás: grandioso.

Desde que se conoció, en la noche del pasado día 2, el fallecimiento del Santo Padre, todo empezó a acelerarse y a desbordarse. Que hayan llegado a cinco, los millones de personas –entre ellos muchos jóvenes- que en estos días han viajado a Roma para visitar la capilla ardiente o asistir a los funerales era algo que no estaba en ninguna previsión. Que las colas para pasar unos segundos delante del cuerpo del Papa  duraran hasta ocho horas, tampoco. Que la Misa funeral reuniera en la ventosa mañana del viernes 8 a tantos y tan distintos Jefes de Estado y de Gobierno, ha sido algo que sólo Juan Pablo II podía conseguir.

Pero lo más grandioso de todo lo vivido en estas fechas han sido las innumerables muestras de fe, de religiosidad, que se han dado no solamente en Roma, sino también en muchos otros lugares del mundo. Pareciera que si la muerte de este Papa hubiese despertado conciencias, agitado espíritus. No es normal, desde el punto de vista humano, que el sólo fallecimiento de un Papa, por muy atractiva que fuera la figura de Juan Pablo II, haya logrado esos efectos. Tiene que haber algo más.

Ha sucedido en momentos de la historia de la humanidad que Dios se sirve de sucesos normales para provocar grandes conversiones a lo Pentecostés. ¿Estaremos ante uno de esos momentos? No me considero capacitado para contestar honradamente a esa pregunta, pero sí a plantearla.

No es normal tanta gente rezando en tantos lugares del mundo. Es evidente que con su entrega y quehacer en los veintisiete años de Pontificado, Juan Pablo II ha sembrado a manos llenas. Eso se ha podido palpar en estos días inolvidables.

Por eso, ante la grandiosidad de lo visto y vivido, resultan prácticamente irrelevantes algunos comportamientos, algunas actitudes que también hemos podido ver y vivir en España. Desde la cicatería del Gobierno al declarar sólo un día de luto oficial, hasta el silencio del Presidente del Gobierno que no habló, para no decir nada, del fallecimiento del Papa hasta cuatro días después de haber sucedido, pasando por la también sorprendente postura del Rey, que bien podía haber dedicado unos minutos de su tiempo a dirigirse institucionalmente a un País mayoritariamente católico, y no limitarse a decir unas breves y deslavazadas palabras a la puerta de la Nunciatura Apostólica. Por no hablar de esos diputados del PSC, RC e IU, que tuvieron la mala educación de quedarse sentados en sus escaños mientras que se guardaba un minuto de silencio en el Congreso.

Todas esas “pequeñas” miserias resultan ridículas a la luz de lo que se ha visto en estas jornadas. Nadie lo esperaba, nadie lo preveía, pero ha sucedido y la presencia continua de los medios de comunicación de todo el mundo lo han contado. Especialmente emotivo resultó escuchar  el clamor que surgió de la Plaza de San Pedro el día del funeral de Juan Pablo II al grito de “Santo ya”. Esto será algo que tenga que decidir –el inicio del proceso de beatificación- el nuevo Papa,  el que salga elegido del conclave que empezará el día 18.

 
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