Muralla de Ávila

Unamuno dejó escrito que Ávila es un diamante de piedra berroqueña dorada por soles de siglos y por siglos de soles. Al de poniente recorro una vez más el perímetro de su muralla. Empalizada de roca, las almenas se recortan nítidas en un cielo de verano que empieza a desvaírse. Camino atento al matiz, al detalle, porque es víspera de despedida. La mirada urgente, casi ansiosa, solo es propia de quien acaba de llegar y tiene poco tiempo, o de quien tras un periodo largo ya se marcha. Hay que saturarse de presencia, y uno, que ha vivido aquí cinco años y medio, quiere apurarlo todo en una última tarde, como el turista que ha venido hoy y también se va mañana. No parece posible la intensidad sin tener un equipaje preparado.

Pero yo no soy ese turista, porque a diferencia de él voy evocando un recuerdo a cada paso. La muralla no ha sido el decorado al que superponer la propia imagen en una foto rápida desde la plaza de Santa Teresa o desde los Cuatro Postes. La llevo entrañada en la naturalidad de lo cotidiano. La he mirado tanto, sin verla en ocasiones. La he traspasado con prisa, con indolencia, con admiración, y de todas sus puertas la que más me fascina es la llamada de la Mala Ventura. Para acceder a ella, por dentro y por fuera, debemos salvar mediante escalones un desnivel que nos sitúa por debajo de la cota cero. Se produce así desde ambos lados un curioso efecto de vacío, un contrapicado de cielo sin más, intramuros y extramuros. Todo el sistema defensivo se nos vuelve fantasmagoría de una ciudad inexistente protegiéndose de un enemigo imaginario.

La ciudad existe, y enemigo hubo. Abriéndose paso a través de los siglos, en esta plácida tarde, por entre el ruido de los coches que pasan y el griterío alborozado de los niños, que ya están de vacaciones, me llega el rumor de la refriega. Metales horadados, gemidos de dolor y una peste a sebo hirviente que el pueblo sitiado arroja desde los matacanes. Por un momento el pie de las escarpas deja de estar alfombrado de césped. Huele a batalla. «¡Hasta luego!» Un conocido me devuelve al pacífico presente. Tenía que haber imaginado más en este largo tiempo aquí, tenía que haber fabulado más. Ahora doy en figurarme que en el lugar donde se une cada lienzo con cada torreón, ocultos por la redondez adelantada del cubo, se esconden personajes insólitos, y que iré conociéndolos uno a uno según llegue a su altura continuando con mi paseo. También que, cuando ya sea de noche, la muralla entera despegará hacia las alturas entre humos de propulsión, ante el estupor de quienes la estamos contemplando, y desaparecerá en la nada cósmica para siempre.

A la última luz del día, unas cuantas palomas posan heráldicas en las almenas que dan a poniente. No les hace falta ser aves de presa para mostrar una solemnidad que les otorga la peana de piedra sobre la que se yerguen. Se dirían eternas, esculpidas a cincel sobre el ocaso. Miran, si es que miran, imperturbables hacia ese paseante que se muda mañana, que con la ropa, los libros y cachivaches diversos se lleva de esta ciudad unas cuantas amistades, un amor que ha acabado y otro que no ha acabado de empezar, meditaciones, alegrías, disgustos, tedios y esperanzas, los mimbres, en fin, de cualquier vida. Antes de regresar a casa, casa para una noche más solamente, las golondrinas se adueñan del atardecer con sus vuelos atolondrados y chillones. Franquean la muralla a ras como si no existiese, como si nunca hubiese existido. Desaparecen tras ella y asoman de nuevo en bandadas. Incesantemente, desaparecen y asoman, van y vuelven. Van y vuelven. Van. Y vuelven.

 
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