Opinadores y porteras

No andan faltos de razón quienes nos comparan a los periodistas con océanos de sabiduría de un dedo meñique de profundidad, por ser unos enterados petulantes que opinamos, sin sonrojo -¡qué osadía!-, acerca de la taxonomía ornitológica de todos los pájaros, lechuzos y lechuguinos, que se ponen a tiro de escopeta de feria, las más de las veces sin tener ni repajolera idea de las entretelas de la noticia.

La portera de André Gide hablaba sin duda con más fundamento de causa que la troupe de “sabelotodo” pluriempleados en el marujeo peluqueríl en el que se ha convertido la inmensa mayoría de tertulias que pueblan las parrillas de programación de radios y televisiones.

Comprendo que los catedráticos de la cosa que ven invadido su territorio natural se pasen los claustros jurando en arameo contra todo el árbol genealógico de unos profesionales de la comunicación que divagan acerca de lo divino y de lo humano sin tener ni puta idea (pero eso sí, pasando por caja), metiéndose en jardines ajenos con una impudicia digna de tipificación en el código penal como una variante sui géneris del delito de allanamiento de morada. Pero lo mismo que critico a unos, desapruebo a los otros (aunque yo no soy quién para censurar a nadie). ¡Que se jodan! por haber desertado de su responsabilidad social para con el populacho inerme, al que se limitan a diseccionar con pinzas (y con el papel de fumar con el que se la cogen) desde el cobarde cubículo de su laboratorio universitario bolonio.

En el caso de los intelectuales silentes, puede que sea un problema de comodidad, o que se han quedado mudos del susto, o que sencillamente no tienen nada novedoso que contar; mientras que en el caso de los periodistas con ínfulas de relamidos culturetas, me inclino a pensar que es una cuestión de simple desvergüenza, pues la mayoría ha perdido el rubor. Los hay incluso que se prestan jubilosos a tomar asiento a la derecha o a la izquierda del plató (de engendros televisivos como el de La Noria), en un surrealista reconocimiento público de su adscripción política. ¡Con un par!

En Letras Libres, Roger Bartra es de los que piensan que gran parte de la intelectualidad –que en buena medida impulsó con su actitud crítica los cambios democráticos– ha renunciado ahora a colaborar en la construcción de una nueva cultura política democrática, dejando el camino libre a una fauna de lo más variopinta: periodistas intelectualizados con ínfulas de notoriedad, que ambicionan un sillón en la Academia, ya sea en la de la Lengua, como el excelso Cebrián, o en la de la Historia, como el nunca suficientemente ponderado PedroJota, que igual le da la una que la otra, pues el caso es figurar, a sabiendas de que tiene vetado el sillón junto a Juanli.

Y así nos va, estando como estamos en manos de profesores politizados, artistas descejados desplazados y toda clase de mendas lerendas que alimentan su fama y su vanidad mediante su presencia en los medios masivos de comunicación, donde campan a sus anchas prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos, y demás especímenes de la anhelada noche marciana telecinquera de Sarda, que ese sí que era un extraterrestre, en el buen sentido de la palabra listo.

 
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