Sobre Oriente Próximo, sin consideraciones políticas

De nuevo aumenta la tensión en Oriente Próximo. Al principio, los milicianos de Hamás, tras haber abierto un túnel subterráneo bajo las barreras instaladas por Israel, realizaron una atrevida embestida contra el enemigo secuestrando a un soldado judío. A renglón seguido, como desquite, Israel invadió por enésima vez un sector de la Franja de Gaza y arrestó a varios ministros palestinos miembros de Hamás. Luego, anunció que esos ministros serán enjuiciados por actividad terrorista.   No voy a juzgar quién tiene la culpa, simplemente, en el conflicto israelo-palestino no vale la pena buscar al que tiró la primera piedra. Quizá se trate de la esclava egipcia de Abraham, Agar, madre de Ismael, considerado por la tradición bíblica y coránica antepasado de los árabes, la cual, ensoberbecida, comenzó a humillar a Sara, dueña y esposa legítima de Abraham. También puede que fuera Sara cuando, tras montar en cólera, exigió a su marido que expulsara a la presumida sirvienta al desierto. ¿Quién sabe? Por eso no voy a referirme a los participantes del conflicto, sino a los mediadores que intentan encontrarle una salida.   El abecé de la política proclama que más vale un mal diálogo que una justa guerra. Resulta difícil disputar ese postulado humanitario, y por esto ya es costumbre aplaudir todas las iniciativas de paz en Oriente Próximo, incluso si el índice de éxito de los mediadores se acerca a cero. Si lo examinamos con total objetividad, hemos de convenir en que ni siquiera la llamada “Hoja de ruta” a la que se agarra desesperadamente la diplomacia mundial, ha surtido ni surtirá efecto alguno ni real ni —y esto es lo principal— duradero.   Las partes están en conflicto desde hace tanto tiempo y tan a fondo, se hallan tan enfrascadas en la pelea, que no pueden atender a las invocaciones monótonas de los mediadores, tan correctos en comparación con los dos pendencieros que se revuelcan en el polvo. En el mejor de los casos, en aquellos raros momentos en los que Israel y Palestina toman aliento, de las nubes de polvo surgen palabras que alientan a los mediadores, aunque acto seguido vuelven a oírse los golpes y las lamentaciones de los combatientes. Y mientras, los intermediarios se niegan a reconocer su ineptitud, por una mera razón: la propia misión mediadora está resolviendo un doble problema, y al tiempo que intenta sólo reconciliar a israelíes y palestinos, también fortalece las posiciones en Oriente Próximo de los propios negociadores. Curiosamente, esta segunda vertiente crea, a diferencia de la primera, cierto efecto. Por consiguiente, no hay razón para renunciar a la misión mediadora, incluso si el problema principal no es resuelto.   ¿Qué hacer? Me atreveré a expresar una idea absurda: dejar que los pendencieros sigan peleando en el polvo hasta que éste se sedimente. Y para apoyar mi punto de vista, voy a recordar una vieja enseñanza impartida a los ingleses por la diplomacia rusa.   El episodio se remonta al período cuando en Europa los pueblos eslavos sostenían una lucha a muerte contra el Imperio Otomano. Sería injusto decir que las fechorías turcas indignaban en Europa solo a los rusos. Por ejemplo, la tragedia de Philippolis (hoy Plovdiv), donde los musulmanes pasaron a cuchillo a 12.000 búlgaros, entre ellos ancianos, mujeres y niños, suscitó fuerte indignación también en Londres. El líder del partido liberal, Gladstone, publicó incluso un folleto especial titulado “Horrores búlgaros y problema Oriental” postulando la necesidad de liberar del yugo turco a Bulgaria, Bosnia y Herzegovina. Inglaterra pidió que los turcos castigaran a los culpables de la masacre y comenzaran a realizar, por fin, las reformas prometidas para proporcionar normales condiciones de vida a los cristianos balcánicos. Fue un gesto exclusivamente para la galería, ya que los británicos, pueblo inteligente, no cifraban esperanzas reales en esa maniobra suya. Cuando el embajador ruso preguntó al lord Derby qué fines perseguía su política en Oriente, el diplomático británico respondió que los insurrectos no luchaban por las reformas administrativas, sino por la independencia o autonomía, mientras que Porta, aunque aceptando reformas, no concedería autonomía a los insurrectos. De tal modo, las pretensiones recíprocas de hecho no concordaban, y por esto era poco probable que las partes pudieran llegar a un compromiso. Las potencias sólo tienen que esperar el desenlace de la pelea, resumió el británico. Si los turcos no logran aplastar la insurrección, tal vez el sultán podría reconocer la autonomía de Bosnia y Herzegovina; si, por el contrario, los rebeldes fracasan, ellos, a su vez, se mostrarán más dóciles aceptando una organización semejante a la concedida a los habitantes de Creta.   Dicho en otros términos: los británicos que a la sazón no sabían nada de los buenos modales en política, abordaron el problema —a diferencia de la diplomacia rusa de entonces, emocional en extremo— armándose de sentido común.   Recomiendo una receta más o menos similar para resolver, por fin, el problema de Oriente Próximo. Los buenos modales en política son muy útiles, también en la vida cotidiana, pero no para efectuar un análisis objetivo ni practicar una política concreta: la real vida política dista mucho de ser correcta y no existe síntoma alguno de que lo vaya a ser en el futuro. Por supuesto, sería magnífico que, al volver en sí, Israel y Palestina se levantaran del polvo, se abrazaran y se besaran, se sentaran a la mesa de negociaciones y encontraran, por fin, un compromiso admisible que no lesionara los intereses de ninguna de las partes. Sin embargo, hoy esto no es más que bella utopía. Y no podrá ser aplicada en la política real.   Dicho en otros términos: por el momento, la lógica de la pelea y la lógica de la paz no concuerdan. A los pendencieros sólo se los podrá separar por la fuerza (y fue para ocasiones como ésta que la Comunidad Internacional creó las fuerzas de paz de la ONU) o esperar a que una de las partes, tras haber sido castigada rotundamente, se vea obligada a reflexionar. Entonces, llegará el turno de la mediación eficaz.

 
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