Otoños, abandonos, cosas viejas – El otoño como educación sentimental

“El sucio otoño”, “le sale automne”, así se refiere Esteban de la Boétie al otoño, y eso ha venido extrañando a los españoles, que solemos tener el otoño como bálsamo, como cura de limpieza tras un verano que es una plaga. Quizá no reparamos en lo que el otoño tiene de degradación puramente física allá arriba, en Francia, en los castillos de Burdeos o del Loira, donde la primavera y el verano dan pie a toda la imaginería de la felicidad y del amor, sobre un césped que es el mismo césped de los tapices. De la Boétie nos deja así otra imagen del otoño, que podemos repasar junto al otoño de los poetas de finales del XIX y principios del XX, por el lado simbolista-campero o simbolista-urbano: continuidad de la lluvia y de la melancolía, un desastre de hojas secas, un corazón en deterioro hasta el naufragio. Todos recordamos los otoños que hemos sido, la misericordia que invade la memoria, desde la lluviosa infancia a la sensación de un decaer irremediable y dulce. El vino fermenta en las bodegas y por el campo, como un sfumato, se alza la hoguera de los rastrojos: “fluid, fluid, hermosas estaciones, / los racimos, los frutos y las nieblas / tras de las que se ocultan en otoño / los frescos manantiales de la gracia”.

A modo de correspondencia, uno tendrá siempre al otoño junto a las cosas viejas: ningún momento mejor para meterse en el archivo de la vida y sacarle el balance, tan precario. Por septiembre tocaba ordenar la biblioteca y, en tiempos de estudiar, aprovechábamos la última dulzura de octubre y el desconsuelo de noviembre para encontrarnos con la desnudez esencial de la madrugada en el Retiro, como un aparte. Íbamos o muy tarde o muy temprano. No había nadie, salvo algún maníaco que hacía jogging o alguna mujer madura con un transistor –no con un ipod- que llevaba a Losantos sobre el hombro. Cruzábamos el parque para ir hasta Moyano, con el pensamiento un poco pomposo de que éramos pocos los que asistíamos a esa gloria, mientras los coches peleaban en el mundo, allí afuera. A las ocho y media abrían algunos puestos de libros, echábamos un ojo, veíamos los libros purgados de distintos seminarios, y nos volvíamos a casa a uña de caballo. Librerías de viejo, librerías de sucio: allí se congregaban gentes raras, ajenas. En casa nos esperaban los manuales de Derecho y una taza de té. Dios, la vida, siempre logran hacernos llegar alguna misericordia. Fueron tiempos tristes y, por tanto, muy hermosos.

Así, el otoño era el momento para apreciar la belleza urbana y también era la estación de las cosas viejas. En taxi aquí y allá, reparábamos en un rótulo, en un voladizo, en una perspectiva, como consuelos para el alma doliente de la juventud. Pero la misma fealdad urbana –tan evidente, a veces, en Madrid- parecía llamarnos a una comprensión superior, a dar por buena la prosa de lo vivido precisamente por haberla vivido. De ahí se llega a entender la poesía de los callejones con mendigo, el rótulo archimoderno –La Caixa- que degrada una casa, la mercería que pronto va a cerrar. Era –y es- una tristeza que no predica, que pide tan sólo ser estimada en su propia cosedad, en su propia nada: periódicos abarquillados del año ochenta y seis, tomos no sólo viejos sino inútiles, radios desactualizadas, cacharrería, quincalla, vejería de almoneda que no necesitaba hacer ostentación de sí misma como las vanidades barrocas para pasar de la realidad mostrenca a la alegoría del mundo transitorio y los estados del alma, transitorios también. En esos escaparates pegábamos el corazón, y por eso fue una sorpresa la llegada de lo vintage, que no es sino lo viejo absuelto por la ironía, en un aprecio por lo viejo que viene del siglo de Oro al amor por Pompeya o la ‘follie’ postromántica. Nosotros preferíamos la tristeza magnífica y callada, el frío del abandono de las cosas muertas, las cosas transeúntes, que nos llegaban a las últimas habitaciones de la sensibilidad, al fondo de lágrimas al que nadie llega, ni uno mismo, ese pozo del alma al que tanto miedo da asomarse porque nos muestra también a nuestros propios ojos esenciales, desnudos, e incluso algo peor: desarropados. De ahí que compráramos tantos trastos, tantos cachivaches, en tantos rastros, para sentir la poesía mínima y humilde de las cosas inferiores, de las cosas que han perdido, como todos perdemos al final. Y de ahí que, todavía, al ver un rastrillo, un puesto, una almoneda, nos paremos en seco, boquiabiertos, mientras quien va al lado no entiende que en esos derrumbes y en esa tristeza hay algo que está en nosotros mismos.

 
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