Placeres y problemas de la traducción

Durante mucho tiempo, uno creyó que las ventajas de la traducción se podían resumir en sólo un punto: para ser un trabajo, es un trabajo que se puede hacer en bata. No hablo necesariamente en términos figurados, y quien abomine de las batas es, sin duda alguna, un ser dichoso, que desconoce el género de molestias y susceptibilidades que acechan al hombre que trabaja solo en casa, y que desconoce también los grandes extremos de sensibilidad y buen gusto a que han llegado en este género textil los italianos con la lana casimira y los orientales con la seda. Al fin y al cabo, en el código genético de los oficios de letras está el horror al frío y las corrientes de aire, al menos desde que los monjes tenían que estar en un cuarto caldeado para que la tinta no se echase a perder. Con un diccionario monolingüe y el cárdigan –el cárdigan de escribir-, uno no necesita ya más complementos –y además el cárdigan de escribir se compagina muy bien con el look indigente tan a la moda.

Más ampliamente, el trabajar en bata implica cosas de total agrado como es trabajar solo y trabajar en casa. Uno puede ponerse a trabajar con su té preferido, si tiene ese vicio, y en un silencio total. Trata con palabras, menos complicadas –menos fastidiosas- que las personas. Nadie habla por teléfono ahí al lado. Nadie le pregunta si vio ayer al Atleti. Nadie nos mira al encender un cigarrillo como si estuviéramos cometiendo un parricidio. Uno puede encapsularse por completo del filisteísmo del mundo, en soledad autosatisfecha o eso que Delvaille llamaba “una clandestinidad superior”.

Hay un extraño recorrido interior en la sensación de que uno no avanza cuando en realidad sí avanza, o en la otra sensación de avanzar cuando uno está estancado. Jünger recomendaba no sentarse a trabajar ante ningún paisaje demasiado estimulante, pero a mí me gustaba ver la gradación de la luz sobre el campo, en el verano, o esos árboles del Retiro que saben atardecer con toda gloria: traducir es oficio lento y difícil y se hace necesario algún refresco, por más que las horas pasen en pleno vuelo. Ahora que la gente paga por el silencio (en la curiosa presunción de que pueden soportarlo), que a uno le paguen por trabajar en silencio es también del género superior.

Precisamente por el silencio, la traducción es incompatible con el periodismo –con el periodismo activo, con el buscar informaciones y noticias. Son esquemas mentales excluyentes, por lo que no es fácil terminar la jornada en un periódico y retirarse a traducir. La traducción exige tiempo continuo y concentración. Uno no sabe si ‘il filo’ le vendrá en la primera hora o en la tercera. El periodismo de hablar con fuentes, de buscar noticias, exige otras sutilezas, otras astucias, en definitiva, otro género de atención mucho más amplio, más mundanal, otra predisposición del alma. Otro recogimiento. Es el trabajo ideal para unas vacaciones, si uno no tiene niños a los que divertir. Por otra parte, aunque sean labores directamente emparentadas, la traducción tiene unos engranajes que no tiene la exaltación del escribir.

Quizá uno ha tenido una imagen feliz de la traducción, sin duda por haber tenido en la infancia y la adolescencia a un traductor como profesor de idiomas, un hombre positivamente plácido y benigno, independiente –ganador, años después, del premio nacional en la materia. Esa imagen feliz contrasta no poco con cierto abandono en la estima que parece merecer la traducción. Existe el argumento de que uno puede escribir cualquier cosa, que será perecedera, mientras que la traducción de un buen autor, o de un clásico, al menos es un mérito sin controversia. También existe el argumento –lo afirma el sinólogo belga Simon Leys, escritor fino y admirable- de que la traducción no ha de ser nunca un ‘gagne-pain’, o si no se desvirtúa, porque uno nunca puede dedicarle al libro tanto tiempo como requiere si está pendiente de entregar y de cobrar. Por eso hay traducciones monumentales –pienso en Proust, o en la Anatomía de la Melancolia, o en Guerra y Paz- a las que el traductor puede dedicar toda una vida. Son los empeños que dan fuste a una cultura, a una lengua. De las frustraciones de la traducción o de su imposibilidad misma se sabe al echar una mirada al texto original de alguna edición bilingüe de los clásicos latinos o alemanes. Como siempre ha pasado, de todos modos, si la mejor postura es atenerse al ‘sensum’ y no al ‘verbum’, lo fundamental es conocer la lengua extranjera y tener un sentido y un dominio muy amplio de la propia. Hay algo de escritura vicaria en la traducción, cuando se pone toda la instintividad al servicio de la musicalidad de un fraseo ajeno.

Los escritores –de Baudelaire a Larbaud- han tenido fama de traducir muy bien, aunque a España nos han llegado prestigiosas traducciones de iberoamericanos que tradujeron a un castellano, digamos, demasiado particular. No pocos escritores se han ejercitado en la traducción en tiempos de sequedad –Valèry, por ejemplo- o para aprender o depurar sus vicios. También ha habido traductores particularmente cultistas, como J. M. Valverde, que no hablaban una palabra de la lengua que traducían in vitro. Lo ideal, según Larbaud, traductor generosísimo y autor de un recóndito clásico sobre la materia, es traducir a un escritor que sea de nuestro agrado y nuestro interés; al tomar la traducción como forma suprema de la lectura, se pueden llegar a grandes transportes de gozo –al traducir a Waugh o a Auchincloss, uno tenía la sensación, con enorme frecuencia, de asistir a un magisterio inexplicable, a ritmos y finuras sin igual. Es algo que ocurre aunque uno no tenga particular interés por ‘la cocina’ del escritor; en todo caso, la viveza de una comunicación intensa, casi como un hermanamiento, es de los placeres que puede arrogarse el traductor, conocer las entretelas de calidad de una prosa, del mismo modo que su papel fundamental es poner el olvido las costuras del texto que dejan escapar ese incómodo olor a traducido. El lector, por supuesto, conviene que sepa qué autores puede leer traducidos sin problema –pienso en Simenon- y qué autores conviene leer –casi todos- en su lengua original, siempre que sea posible, y aunque a veces esa lectura pueda llevarle algo más de tiempo, e incluso qué escritores no pueden ser traducidos sin que se erradique lo mejor que tienen. La mayoría de los mediocres, sin embargo, ganan con una traducción.

 
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