Proporcionalidad

La contundente respuesta de Israel a las hostilidades iniciadas por Hamás en Gaza y por Hizbolá en el Líbano debe entenderse no sólo como un acto de defensa, sino como una estrategia de pura supervivencia. Es muy fácil acusar al Tsahal hebreo de desmesura en el empleo de la fuerza —y a veces comete abusos, sin duda— al ver los estragos de sus bombas desde la televisión de una casa que no corre peligro de recibir el impacto de un «Katiusha» fabricado por la milicia chií, o al escuchar la crónica desde la radio de un autobús libre del riesgo de ser desventrado por un suicida palestino. Cuando se habla de reacción desproporcionada, debe aclararse que desde el principio del conflicto, iniciado en 1948 —y no en 1967, como hay quien cree— por los países árabes limítrofes que declararon la guerra al Estado judío nada más constituirse, ha existido una asimetría de fuerzas totalmente desfavorable para éste. Por eso tuvo que dotarse de un ejército imbatible.   La proporcionalidad de la respuesta israelí ante los hostigamientos que ha sufrido sólo puede entenderse si la observamos con una lente adecuada que corrija la aparente distorsión de los hechos. Con un territorio de extensión mínima —algo menor que la Comunidad Valenciana— y fronteras inestables; con una administración palestina en manos, desde las últimas elecciones legislativas, de un grupo considerado terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea, Hamás, que niega a Israel su derecho a existir; con una milicia radicada en el Líbano, Hizbolá (Partido de Dios), que niega a Israel su derecho a existir; con un vecino, Siria, que apoya a esa milicia y la provee de armas; con una potencia regional, Irán, que hace otro tanto y cuyo presidente niega a Israel su derecho a existir, y que además podría borrarlo del mapa si acaba logrando la elaboración de armamento nuclear, es perfectamente comprensible que el pequeño Estado no se avenga a departir con urbanidad exquisita en los salones donde se practica la diplomacia. Bastante tiene con preservarse por la fuerza —no le queda otra opción— del islamismo creciente que lo rodea.   Es muy fácil hablar de acciones desproporcionadas cuando no se huele día a día el miedo ante un enemigo que sólo busca la aniquilación por una causa tan escasamente compatible con el diálogo como el fanatismo religioso. Lo que se dirime a largo plazo en esta locura de ataques y contraataques es mucho más que una cuestión política o militar: es una cuestión ontológica. Israel ha de ser implacable, o no será.

 
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