El amor y las ratas – Prosa de mecedora – El día de la muerte de Marcel Proust

No parece fácil encontrarle un hueco a Proust, encontrar paciencia para Proust en el mundo de la ciberintimidad, los baños de discoteca, las pasiones automáticas y los ombligos con piercing. Madame Verdurin está en la tertulia de Ana Rosa. Las muchachas en flor vienen con dispositivo intrauterino. No se lucen catleyas ni ya suenan pavanas para infantas difuntas. Claro que siempre habrá niños asmáticos y habrá un Swann para una Odette pero –después de todo- lo más proustiano tal vez sea cubrirse de mantas y releer a Marcel Proust, dejarse llevar por esa prosa de mecedora por la que van pasando el tiempo y sus crueldades exquisitas. Su prosa nos briza como las variaciones de un tema pianístico.

Hay una ingenuidad en pensar que el mundo deba ser contado. Quizá por eso los escritores se especializan en mundos que se acaban. En el tiempo, no son pocas las generaciones de escritores que han pensado en sí mismos como los últimos románticos. Proust fue al menos el último elegíaco. El reverbero, la calidez afectiva de Proust es otra temperatura sentimental por comparación con nuestra cultura del instante. No todas las épocas tienen la misma densidad humana. Quizá otra lección de Proust es que él escribió sobre un mundo que se iba agusanando y cada mundo se sigue agusanando. El tiempo esconde, no sólo vulnera. Al final tiene todo la inconclusión de un malentendu: la realidad –esa realidad subterránea de Proust- también es eso.

Es posible que la obra de Proust pase por un momento de menor estima, ante todo entre los que no lo han leído. Proust se definía a sí mismo como poeta moral. Era exactamente eso. Desde luego, era el último hombre en el que podía pensarse para alzar el retablo de las pasiones humanas. Sus compañeros quedaban asustados por su talento al tiempo que nadie le presumía la voluntad para terminar ninguna obra. Barrès dijo que había pasado su vida de cena en cena. Era un hombre gomoso, empalagoso, posesivo, hipersensitivo. Un plasta. Alguien lo vio como un bibelot chino, recubierto de lanas, o como un ‘garçon d’honneur’ sin boda. El niño que buscaba el beso de su madre antes de dormir se volvería una loca del atención ajena, dispuesto a todo, como un vampirismo del amor. Si el realismo en literatura tiende fatalmente a la sátira, el psicologismo tiene un punto de sadismo o de observación perversa: ‘interrogar como un fenómeno su modo de alzar los ojos, el formarse de una sonrisa suya o la emisión de una entonación de su voz’. Por supuesto, el novelista o es un poco voyeur o no es novelista.

‘Se vestía pensando en Odette, y así no estaba solo, porque el pensar constantemente en Odette alumbraba los momentos en que ella estaba lejos con la misma encantadora luz de los instantes que pasaban juntos’. Oleaje sin fin de la frase proustiana. Siempre sorprende que Proust fijara tantas cristalizaciones, idas y vueltas del amor, un hombre homosexual, impotente, notablemente pervertido, con un fondo de genitalismo oclusivo y agobiante. W. C. Carter cuenta que, en sus visitas a un burdel masculino, el sensible Marcel mandaba bajar dos cajas con ratas a fin de verlas luchar. Sólo así lograba el clímax. Eso estaba muy lejos de las primeras peleas erotizantes con Gilberte, como un descubrimiento vital. Naturalmente, no es culpa de Proust que los diamantes se vuelvan cenizas. Sí sabía que el amor ‘causa auténticas elevaciones geológicas del pensamiento’. Algo queda del tiempo arbitrario que pasa sobre la carne y el afecto, la materia frangible de la vida. Lo que queda, con frecuencia, es una máscara de carnaval.

En Les Mémorables, Maurice Martin du Gard nos lo muestra en sus últimos días, escribiendo hasta la muerte. Son páginas de prosa con grandeza. El doctor Bize cambia el régimen de Proust, de la cerveza helada al consommé. Proust no le hará caso pero sí le hará llegar un ramo de flores para compensar su rebeldía. Proust corrige con ansiedad La Prisionera. El tiempo se le acaba. El calor del cuarto, oscuro, recubierto de corcho, es insoportable, idóneo para el Proust de alma de orquídea. Al morir colocan dos enormes bouquets de violetas al pie de la cama. En el descansillo se cruza el todo París: Reinaldo Hahn –un viejo amor-, Morand, Léon Daudet, lo mejor del Jockey Club. Proust solía decir que ‘hoy he estado a punto de morir tres veces’ y al final tuvo razón. Como sea, la obra estaba hecha. Frente al teatro Marigny, con el cortejo fúnebre, Jean Cocteau alza la mano y señala que es ahí donde el pequeño Marcel jugaba con Gilberte, ‘el lugar donde latía el recuerdo de los días felices’. Tiempo perdido, tiempo recobrado.

 
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