Rebeldes en tweed - La estética conservadora (II)

Eran los “young fogeys”, una juventud estética que podía definirse tanto en sus amores como en sus odios, sin que esté de más destacar aquí uno de sus odios a la vez más discretos y consolidados: el odio a ese sistema métrico decimal totalitario por el cual el personaje de Las Almas Muertas no hubiera medido en vershtas su camino y nos vemos obligados a beber según una medida tan lejana a la medida de la sed humana como es el litro –la sed humana va por pintas. Frente a la lógica histórica de tener en nuestro coche un cuentaleguas –la legua era la medida idónea para el paisaje castellano; el hecho de que tuviera un margen de imprecisión sólo añade humanidad y poesía, como el desfase de algunos relojes suizos; por otra parte, Dios hizo el mundo para ser recorrido a caballo-; frente al cuentaleguas del coche, decía, y frente a la azumbre de vino, encontramos que, siglos después, lo único para lo que los gramos son eficientes es para medir la cocaína. En fin, España alzó catedrales en el otro extremo del mundo empleando varas, brazas y codos, y los anglosajones llegaron a la luna con ese sistema métrico imperial que, sólo por su nombre, ya merecería un mayor uso. De hecho, cada vez somos más los que abjuramos del sistema métrico: en concreto, ya somos tres.

Con perdón por el exabrupto –ya otro día hablaremos en contra de la luz eléctrica-, volvemos a los young fogeys, reacción afirmativa de las dulzuras y aciertos del pasado y la experiencia frente a una juventud bohemia y –lo que es más importante- frente a los fetichismos intelectuales que acabaron con el talento de varias generaciones, del freudismo a la vanguardia arquitectónica, de la novela experimental al estructuralismo o la teología sin Dios. El tiempo, en casi todo, les ha dado la razón: también fueron los primeros en ver que la televisión no era sino el imperio de la vulgaridad sobre el mundo.

Y es que la estética conservadora era –como decía Scruton, citado hace no tanto-, como todo conservadurismo, es un arraigo de amor, sí, y precisamente en virtud de su conservadurismo, no podía deslindar la estética de la intelectualidad o los valores, según esa noción omnicomprensiva del gentleman para el que la educación afecta a todas las circunstancias de la vida y no sólo a pelar los langostinos con cuchillo y tenedor sin sudar en el proceso. Si un joven conservador llevaba los tweeds de su abuelo, era porque no creía ser un hombre mejor que su abuelo, y porque pensaba que –frente a los determinismos de la historia- su mundo no era mejor que el mundo de su abuelo.

En su parte más estética, la juventud conservadora debió mucho a la divina juventud de Brideshead: grandes casas de campo, almuerzos sobre la hierba, y aquel legendario diálogo de Waugh por el cual un personaje pregunta si de verdad es necesario emborracharse cada día y, naturalmente, le responden que sí. La juventud conservadora, en fin, partía de la ilusión de que era posible vivir con un ideal caballeresco aunque no hubiera dinero para pagarlo, habida cuenta de que sus vocaciones más habituales –la historia del Arte, las lenguas muertas, el periodismo chismoso, las librerías de viejo, el ejército o el sacerdocio- siempre han resultado menos rentables que los odios del conservador: el estrellato televisivo, la programación informática o los saberes bastardos de la sociología. Con todo su amor a las cosas del campo, el joven conservador hubiera juzgado muy negativamente los movimientos neo-hippies en pro del pan horneado en casa: éll sólo hubiera deseado que no cerraran las panaderías buenas y de toda la vida, que no hubiera desaparecido la manera vieja y honesta de hacer pan. Por otra parte, uno sospecha que su amor por la vida en el campo podía resumirse en su amor por las casas de campo más que en matarse a caminar por riscos y collados.

Precisamente ese desfase entre un mundo de brillantez entrevista o soñada y, en todo caso, claudicante, y su propia situación personal –quizá estudiantes en Oxford, quizá asistentes de un editor que paga mal- les llevaba a ambicionar casarse con alguna mujer estupenda, a ser posible con título, o con dinero o con posesiones o, idealmente, con las tres cosas a la vez. Aquello sólo era posible en Inglaterra, claro, país que ha sustituido la belleza en las mujeres y la galantería en los hombres por la rareza de ellas y de ellos. Por otra parte, el mundo fogey-conservador era tan masculino –vida del college, comedor del college, tertulias con un cura a lo padre Gilbey- que las mujeres no dejaban de ser algo así como una especie animal distinta. Insisto en el análisis de que el mundo inglés no ha logrado tratar la seducción y la feminidad como el mundo italiano o el francés, o el español en tiempos (a Casanova le fascinó la sensualidad del fandango). En Londres se definió la sastrería masculina y a ellas les quedó cualquier sayal. Por otra parte, los rituales de cortejo que aparecen en las novelas inglesas –pobladísimas de adulterios, casi tanto como su vida política- se parecen más bien al apareamiento súbito y desesperado de los gatos –el alcohol jugaba su parte.

Si la juventud conservadora amaba el gótico normando, en sus ideas políticas podían incluso llegar a admirar a algún laborista como Kinnock frente al liberalismo de tendera de Lady Thatcher. Quizá entraba dentro de una voluntad de chocar con el ingenio o la rareza, sin duda su parte más débil, pero también de relevancia al juzgar cómo ciertos jóvenes conservadores cultivaron una pátina física y sartorial que lindaba con lo sucio: de fondo, seguramente había la desconfianza victoriana hacia el cuerpo y, más aún, el descrédito del higienismo moderno, invento totalitario de los alemanes. De vuelta a la política, más bien solían fijarse en Lord Salisbury, porque la época victoriana ofrecía la mejor síntesis de ingenio humano, sagacidad y determinación política, unanimidad en los valores, pragmatismo y comprensión de la humanidad, educación y estética. Es curioso que, tras tantos años de deplorar lo victoriano –no abrazaban lo suficiente a los niños-, ahora surge una juventud que se hace llamar los “new victorians”, y que optan por casarse pronto y llevar vidas responsables, quizá en recuerdo de una época que fue cuna de los más sólidos caracteres.  

El joven conservador escribía en The Spectator o en Country Life y, cuando no estaba en su casa –cómodo e informal, con chaqueta de esmoquin y un puro de media tarde- escribiendo un pequeño ensayo sobre la decadencia del sistema representativo o de la mermelada de naranja amarga, le gustaban las reuniones sociales donde podía lucir su wit, mantener conversaciones que el horror del día tomaría por snobs, abandonarse al alcohol, cotillear los cuadros de las casas ajenas, planear un partido de croquet –el deporte más cruel-, deplorar al arzobispo de Canterbury ante una audiencia receptiva o comentar algún nombre oscuro que les ha saltado a los ojos consultando los repertorios Burke’s o Debrett’s.

De acuerdo con su desdén a todo lo contemporáneo, el joven conservador bien hubiera podido mantener su dieta en los términos razonables de las ostras con chablis y el roast-beef con burdeos, aparte de –paladar infantil- algún recuerdo de la comida en Eton –la gelatina, el pudding- y, por supuesto, todo servido en platos rebosantes pues, salvo algún delicado del estómago, la clase intelectual ha tenido casi siempre una capacidad de ingesta notable. Nótese que el joven conservador, en costumbre mantenida de sus tiempos de estudiante, generalmente prefería que le invitaran a comer, momento en el cual, como se ha visto, no paraba en gastos, manifestando así la alta estima en que tenía su propia conversación. Por cierto, que la falta de dinero también tenía su estética: no sólo era indicio de que compraban muchos libros –siempre en librerías de viejo- sino que les daba un aire muy conveniente de arruinado segundón.

Hoy, en buena parte, el joven conservador que quería parecer viejo desde los quince años, es una figura muy remota. El líder tory, David Cameron, se deja ver por su casa caminando en zapatillas de deporte. Han triunfado el euro y la uniformidad. Los viejos camiseros abren tiendas en Dubai o reciben sólo las visitas de los jeques. Con todo, la herencia de los jóvenes conservadores está ahí, en tantas tiendas de ropa ‘vintage’ en los barrios más alternativos, en la vuelta de Throllope o la permanencia de Betjeman o de Waugh, en la lamentable extensión de la excentricidad por la cual la gente no busca ser famosa sino que, como se ve en redes sociales y demás, haría cualquier cosa por parecer interesante. Sus viejas bicis de cura párroco –una declaración contra el mundo motorizado- son adoptadas por unos ciclistas urbanos con los que nada tienen que ver. Y, volviendo a los libros, todo el mundo admira a Wodehouse, a Chesterton, y no hacen falta mayores credenciales para leer a Powell, a Larkin o a Lees-Milne –incluso los viejos progres descubrieron hace un par de años al doctor Johnson. Con todo, no lograron ver ennoblecidos los estudios humanísticos, ni evitar que las colonias postmodernas sean directas como una violación. En España, esta juventud conservadora se pareció más al modelo americano de lo ‘preppy’ –con énfasis en lo social y un más marcado descrédito intelectual; en realidad, más la identificación con unas convenciones que el apego a tradiciones significativas. De todos modos, al ver cómo hay cada vez más gente joven en la Gran Peña –es decir, menores de cincuenta años-, uno tiende a pensar que las intuiciones de los young fogeys supieron conectar con no pocas intuiciones de lo verdadero y de lo hermoso, que había en ellos un poso sensato, inteligible, de civilización.

 
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